martes, 31 de diciembre de 2013

EL ARCO IRIS.

LEYENDA CANADIENSE.

 

Sobre la cima más alta de las Montañas Rocosas, en una inmensa gruta toda esmaltada de gemas, el Rey de las Arañas tenía su morada.

No sólo los animales, sino también los indios que vivían en las pendientes del monte estaban aterrorizados, porque sabían que la Araña era verdaderamente potente y cruel, y su veneno mortal.

Vivía en su gruta rodeada de una muchedumbre de consejeros y de siervos, todos tremulantes frente a él.

Pero un día, uno de estos consejeros, cansado de soportar las violencias de la Araña, se adelantó y dijo:

"¡Majestad, tú te crees invencible e insuperable, pero hay alguno más poderoso que tú, que con un solo dardo te podría aniquilar!".

-"¿Y quién es este Rey que puede competir con mi potencia?", gritó entonces la Araña lívida de cólera.

"¡Es el sol!", exclamó el consejero. "¡El Sol que domina el firmamento, y manda sus rayos hasta tu morada!".

Entonces la araña salió al umbral de la gruta, y por primera vez levantó los ojos para mirar aquello que se decía ser el más grande y potente rey del universo. Pero no logró soportar el fulgor y se vio obligada a bajar la cabeza, cegada por la luz.

"El sol ha querido humillarme, obligarme a inclinarme ante su potencia", pensó.

Y empezó a tramar su venganza.

De las piedras preciosas que brillaban en su gruta, la Araña trajo los colores más bellos, los enrolló en voluminosos ovillos, y se puso a tejer una tela maravillosa. ¿Quién hubiera imaginado jamás que una trama tan estupenda debiera servir para cumplir una cruel venganza?

Cuando hubo terminado, una tarde la Araña reunió su Corte para mostrar la inmensa telaraña que lanzaba sus hilos luminosos desde la cima de la montaña hasta el cielo estrellado.

"He tejido esta tela", les dijo, "porque mañana quiero capturar y hacer prisionero a mi enemigo, el Sol, apenas aparezca en el cielo! ¡Quiero hacerlo morir encadenado!".

Ante estas palabras, las estrellas por miedo se escondieron detrás de las nubes, y las nubes se condensaron alrededor del Sol derramando ríos de lágrimas, mientras los pinos y los abetos susurraban y murmuraban con gemidos cargados de siniestros presagios.

Toda aquella confusión terminó por llamar la atención del Sol, que viendo a la Araña en acecho delante de su gruta, le lanzo un rayo tan violento que la redujo a cenizas al instante.

Pero la mágica telaraña no la quiso destruir: era demasiado bella. Decidió tenerla consigo, y desde aquel día en adelante le sirvió como mensaje de paz y de serenidad cada vez que una tormenta viene a sacudir la tierra.

LA LEYENDA DEL ARCO IRIS.

Cuentan que hace mucho tiempo los colores empezaron a pelearse. Cada uno proclamaba que él era el más importante, el más útil, el favorito.
El verde dijo: “Sin duda, yo soy el más importante. Soy el signo de la vida y la esperanza. Me han escogido para la hierba, los árboles, las hojas. Sin mí todos los animales morirían. Mirad alrededor y veréis que estoy en la mayoría de las cosas”.
El azul interrumpió: “Tú sólo piensas en la tierra, pero considera el cielo y el mar. El agua es la base de la Vida y son las nubes las que la absorben del mar azul. El cielo da espacio, y paz y serenidad. Sin mi paz no seríais más que aficionados.
El amarillo soltó una risita: “¡Vosotros sois tan serios! Yo traigo al mundo risas, alegría y calor. El sol es amarillo, la luna es amarilla, las estrellas son amarillas. Cada vez que miráis a un girasol, el mundo entero comienza a sonreír. Sin mí no habría alegría”.
A continuación tornó la palabra el naranja: “Yo soy el color de la salud y de la fuerza. Puedo ser poco frecuente pero soy precioso para las necesidades internas de la vida humana. Yo transporto las vitaminas más importantes. Pensad en las zanahorias, las calabazas, las naranjas, los mangos y papayas. No estoy, todo el tiempo dando vueltas, pero cuando coloreo el cielo en el amanecer o en el crepúsculo mi belleza es tan impresionante que nadie piensa en vosotros”.
El rojo no podía contenerse por más tiempo y saltó: “yo soy el color del valor y del peligro. Estoy dispuesto a luchar por una causa. Traigo fuego a la sangre. Sin mí la tierra estaría vacía como la luna. Soy el color de la pasión y del amor; de la rosa roja, la flor de pascua y la amapola”.
El púrpura enrojeció con toda su fuerza. Era muy alto y habló con gran pompa: “Soy el color de la realiza y del poder. Reyes, jefes de Estado, obispos, me han escogido siempre, porque el signo de la autoridad y de la sabiduría. La gente no me cuestiona; me escucha y me obedece”.
El añil habló mucho más tranquilamente que los otros, pero con igual determinación: “Pensad en mí. Soy el color del silencio. Raramente repararéis en mí, pero sin mí todos seríais superficiales. Represento el pensamiento y la reflexión, el crepúsculo y las aguas profundas. Me necesitáis para el equilibrio y el contraste, la oración y la paz interior.

Así fue cómo los colores estuvieron presumiendo, cada uno convencido de que él era el mejor. Su querella se hizo más y más ruidosa. De repente, apareció un resplandor de luz blanca y brillante. Había relámpagos que retumbaban con estrépito. La lluvia empezó a caer a cántaros, implacablemente. Los colores comenzaron a acurrucarse con miedo, acercándose unos a otros buscando protección.
La lluvia habló: “Estáis locos, colores, luchando contra vosotros mismos, intentando cada uno dominar al resto. ¿No sabéis que Dios os ha hecho a todos? Cada uno para un objetivo especial, único, diferente. Él os amó a todos. Juntad vuestras manos y venid conmigo”.
Dios quiere extenderos a través del mundo en un gran arco de color, como recuerdo de que os ama a todos, de que podéis vivir juntos en paz, como promesa de que está con vosotros, como señal de esperanza para el mañana”. Y así fue como Dios usó la lluvia para lavar el mundo. Y puso el arco iris en el cielo para que, cuando lo veáis, os acordéis de que tenéis que teneros en cuenta unos a otros.

LA ABEJA DE ORO.

La mujer yacía adormecida sobre la cama, tan profundamente adormecida, que no se despertaría más: es decir, jamás en aquella habitación, entre montones de rosas blancas.
Se despertaría en cualquier otro lugar, pero después de un viaje largo y fatigoso, en extrañas y desconocidas tierras. Ella misma había escogido dormir.



Ahora estaba en el umbral de la vida, un poco asustada. Intentaba abrir las alas para volar por la ventana abierta. Pero no lo lograba. Hacía esfuerzos terribles.
Una abeja –una atareadísima abeja dorada- penetró en la habitación. Dio vueltas y vueltas alrededor de las rosas, después alrededor de la mujer. La había tomado por una rosa a ella también y quería sacar miel.
“Déjame chupar tu miel”, le dijo.
“Yo no soy una flor”, respondió la mujer. “No tengo miel para dar, ni si quiera una gota. Estoy durmiendo así tan fuerte, que temo no despertarme jamás. Yo misma he querido dormir”.
“¿Oh, por qué?”, dijo la abeja maravillada. “Cuando se duerme, no se puede fabricar la miel. La miel, la dulcísima miel”.
“Porque tenía en el corazón un dolor muy grande. Estaba haciéndome vieja, y no tenía nada para dar. Todos debemos tener alguna cosa para dar”.
La abeja empezó a zumbar, meditabunda:
“Puede darse que se pueda sacar miel de la flor del Dolor”, observó.
“Quisiera poderlo hacer”, respondió la mujer. “Pero no se cómo. Y después, ya es demasiado tarde”.
Demasiado tarde, en efecto. La abeja zumbó marchándose. Un pajarito se asomó al frontal:
“¿Qué sucede?”, interrogó. “¿Nada de migajas hoy? ¿Estás durmiendo verdaderamente?”
“Sí”, dijo la mujer. “Estoy durmiendo para siempre. Y no tengo más migajas para dar, ni a ti ni a nadie. Tengo mucho dolor. Un dolor muy grande.”
El pajarito pensó.
“¿Y por qué no haces una canción con tu dolor?” le dijo:
“Nosotros los pajaritos, hacemos nuestros cantos más bellos precisamente con el dolor”.

“Todos los sonidos están apagados en mi garganta”, respondió ella. “Es demasiado tarde ya”.
Demasiado tarde en verdad. El pajarito se marchó cantando una canción triste. Demasiado tarde. Ella misma había querido dormir. No se puede dormir y fabricar miel, no se puede dormir y cantar.
Otras alas revolotearon en la habitación. Alas grandes, desplegadas, alas sumamente blancas. El Ángel agitó las alas sobre ella, ventilándole la vista con gentileza.
“Dame tu dolor –le susurró- tu amargo, amargo dolor. Quizás estamos a tiempo todavía. Intentaremos hacer alguna cosa con tu dolor. Miel dulcísima y canciones de amor.”
La mujer adormecida tuvo un sobresalto. Estaba en el umbral de la vida, e intentaba desplegar las alas. Hacía esfuerzos terribles.
Las alas se abrieron al fin; y mientras volaba, vio con un solo golpe de ojo sobre toda la tierra millares de mujeres como ella, cada una de las cuales, con el balde de las propias lágrimas, regaba amplios desiertos, campiñas sedientas, colinas desnudas. El Ángel le dijo:
“Son las jardineras del Buen Dios. Sin ellas la tierra hace tiempo que estaría seca. Porque nada enriquece más que el dolor: y aquello que nace del sentirse infecundos, es lo más fecundo de todos”.
La mujer entonces sonrió. Un enjambre dorado le revoloteaba alrededor, arrastrándola también a ella a su vuelo, Abeja de oro entre mil Abejas de oro.

Laura Vagliasindi

LA NIÑA DE LOS FÓSFOROS.


Hans Christian Andersen

¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos. 
 
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:
-Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.

lunes, 30 de diciembre de 2013

DANIEL Y SU FLAUTA.

Cuando Daniel, tocando su pequeña flauta, aparecía en las calles de Belén, la gente se quedaba parada para escucharlo con gusto. En realidad Daniel era un pobre muchacho. Desde su nacimiento tenia el corazón tan débil que no le permitía correr ni brincar como los demás niños; con su pie
izquierdo cojeaba un poco y lo peor de todo era que estaba ciego. Nunca había visto el Sol, ni el cielo,ni el bello mundo. Sin embargo, cuando tocaba su flauta -y eso lo hacía por doquiera que andaba- susmelodías siempre sonaban llenas de alegría. Daniel era un niño feliz y su buen humor contagiaba atoda la gente.
Era pleno Invierno, cuando en una mañana la gente al despertar, ya no vio más que velos grisesfrente a su ventana.
Toda la ciudad de Belén estaba envuelta en una extraña neblina que impedía vernada, ni reconocer los callejones y rincones. Solamente a una personita no afectaba esa situación: ADaniel, a quien la niebla no lo detuvo en su casa. Exactamente en ese día sintió cierta fuerza especial
que lo impulsaba hacia fuera. En aquel entonces todavía no se festejaba la Navidad, pero lo que élsentía en este día era la misma alegría que nosotros percibimos cuando esperamos esa fuerzaluciente.
Tomó su flauta, y guiándose por su buen oído, salió directamente por el portal de la ciudad; buscósu camino a lo largo del muro, hasta llegar a su roca favorita. A pesar de la densa neblina empezó atocar su flauta.
 
Ahora ya no era un pequeño muchacho ciego; al contrario, se había transformado en toda una orquesta que tocaba en la boda de la pareja real. Lo hizo con tanta intensidad que ni se dio cuenta de los velos de neblina que lo rodeaban impidiendo la visión de la gente. Y así continuó tocando.
¿Para qué?... Para que María y José pudieran encontrar el camino al sublime portal, porque se tenía que cumplir la profecía, que ellos por aquí y no por otro lugar entraran a la ciudad.
María y José se encontraban perdidos en medio de la densa neblina y ya no sabían por dóndeseguir. De repente escucharon la melodía, tocada en la flauta: "Pasa el héroe con gallarda majestad..." Se detuvieron para descubrir de dónde venía tan bella música; luego continuaron su camino
guiados por la dulce tonada.
 
"¿Qué ángel nos estará guiando?", preguntó María; y en el mismo momento vieron aparecer entre la niebla un pequeño muchacho, sentado en una piedra con una flauta en los labios.
Nuevamente detuvieron sus pasos y sin hablar escucharon la música hasta que la canción se desvaneció. Entonces Daniel, dirigiéndose a ellos les preguntó: "¿Quiénes son ustedes y qué buscan por aquí?" "Somos pobres caminantes y buscamos la entrada a Belén, contestó José. "¿Pobres
caminantes?", preguntó el niño sorprendido, y parecía que sus ojitos ciegos los estaba observando atentamente, y luego añadió: "El muro de la ciudad está muy cerca, sigan por este lado y encontraránun pequeño portal".
 
Y así fue; pronto María y José descubrieron el muro como una oscura sombra. Dieron las gracias al pequeño músico, y continuaron su camino. Y éste los llevó exactamente al "sublime portal", o sea, aquella pequeña puerta que había sido abierta especialmente para ellos y que todavía permanecía con la brillante llave puesta. Por allí entraron en la ciudad. La música la oían cada vez más lejana, a pesar de que Daniel seguía tocando.
Tenía que continuar para expresar así su alegría, ¡pues había
visto algo tan maravilloso! Se había sentido envuelto en luz, y en medio de ella había visto a dos personas que llevaban consigo a un niño pequeño que lo había llamado con su manita: "¡Ven!" Si, él iría cuando le llegara su tiempo. Mientras tanto tenía que seguir tocando, como si con su música
pudiera deshacer toda la niebla, junto con la ceguera de los hombres.
 
Georg Dreissig

LA FOGATA DE LOS PASTORES.

En los campos, ante los portales de Belén brillaba una fogata. A su alrededor se juntaron los pastores para calentarse, porque era invierno y las noches frías. A su alrededor sus ovejas descansaban pacíficamente. Sólo los perros vagaban sin cesar vigilando el rebaño.
- «Qué bonito sería si no hubiera lobos que amenazaran a los rebaños», exclamó Samuel, el joven pastor con un suspiro.
Pero Jacobo movió la cabeza negando y contestó:
- «¡Deja de soñar!, mientras haya ovejas habrá lobos que las desgarren». 
Entonces el viejo Elías levantó la cabeza blanca, miró a los dos con sus ojos claros y dijo misteriosamente:
- «Quién sabe. He oído una profecía de que algún día los lobos van a estar tranquilamente junto con las ovejas».
- «¿Cuándo será eso? preguntó rápidamente Samuel.
El anciano movió pensativamente la cabeza.
- «En el libro dice que un día nacerá el Hijo de Dios como hombre. Entonces toda la enemistad en la Tierra se acabará y va a reinar la paz entre los hombre y los animales. Pero ¿cuándo llegará ese día?, nadie lo sabe.»
Los pastores se quedaron pensando mirando el fuego. De repente escucharon un canto tan maravilloso y dulce, que les llegó al corazón. Cuando se volvieron, vieron pasar a un hombre viejo, y una mujer joven abrigada con un manto azul, seguidos por un pequeño burrito. La mujer venía cantando para el Niño que llevaba bajo el corazón, y una paz luminosa se extendió dentro del corazón de los que los escuchaban.
Los pastores los siguieron con los ojos mucho tiempo, hasta perderlos de vista. Cuando retornaron nuevamente al fuego, se dieron cuenta de que también las ovejas habían dirigido las cabezas hacia Belén, y hasta los perros se habían quedado quietos, sólo con las orejas estiradas.
De repente, Samuel estiró la mano cautelosamente hacia el rebaño y dijo en voz baja:
- «¡Mirad allá ! No es ninguno de nuestros perros, ¡es un lobo!».
Los demás pastores siguieron su indicación con la mirada y movieron la cabeza afirmativamente. No cabía duda, el lobo estaba junto con las ovejas: igual que ellas, maravillado por el canto, estaba parado mirando hacia Belén.
La cara del anciano Elías comenzó a relucir:
- «Creíamos que el milagro del que hablábamos antes iba a realizarse en un futuro lejano y ahora parece estar muy cerca. El Hijo de Dios viene al mundo. Infalible es la señal: pacíficamente el lobo está con los borregos».
Samuel se dirigió al anciano:
- «¿Cree usted que la joven mujer que ha cantado tan bellamente era la Madre del Niño Jesús?
- «Por supuesto que lo creo, afirmó Elías, «Ella debe ser la Madre de Jesús».
Y en esto el viejo pastor tenía mucha razón.

Georg Dreissig.

LA SOPA CALIENTE DE LA POBRE MUJER.

Rebeca era la mujer más pobre de su pueblo. Poseía solamente la ropa que llevaba puesta y esa ya era poca, porque su blusa y su falda estaban rotas, y los zapatos y las medias llenos de agujeros.
Todos la conocían y Rebeca conocía a todo el mundo. Sabía en qué puerta debía tocar cuando sentía hambre, y donde podía encontrar un techo para protegerse al dormir, cuando el frío ya no le permitía pasar las noches bajo el cielo. Llevaba una vida muy humilde, pero ya de había acostumbrado y no conocía otra cosa. A un campesino que una vez le compadeció por su pobreza, le contestó: «Por lo menos desconozco uno de los infortunios de los que todos ustedes tienen que sufrir», y cuando el campesino la miró interrogante, continuó: «a todos ustedes yo les pido limosna, pero a mí nadie me pide nada». Y con una risa pícara cogió el pan que el campesino le había regalado, y siguió su camino.

Ahora bien, en aquel invierno del que estamos hablando, había mucha hambre y frío en toda la región, así que la gente casi no tenía lo suficiente para alimentarse ellos mismos, y con pocos deseos querían compartir algo con la mendiga. Tenía que tocar muchas puertas para juntar su pobre refrigerio. Un día, Rebeca había recibido un poco de sopa caliente que apenas llenaba la mitad de su jarro. Cuando se sentó a la orilla del camino para comer, de repente vio acercarse aun hombre y a una mujer con un burrito.
Vosotros ya habréis adivinado quiénes son: María y José en su camino a Belén. El hombre tenía una mirada ceñuda, y la pálida cara de la mujer estaba tan demacrada que hasta Rebeca sintió compasión.

«Oigan», los llamó «¿por qué están tan tristes y decaídos? ¿Qué es lo que les falta?» José la miró sin hablar nada, sopesando con la mirada el jarro. Pero María le contestó casi sin voz: «No tenemos qué comer y eso nos dificulta la caminata». «Y por qué no se compran algo de comer? ¿O por qué no piden algo para comer?», continuó la mendiga. «Lo hemos intentado», confesó María apenada, «pero nadie nos quiso dar nada». «Sí, sí», murmuró la mujer, «son malos tiempos y la gente no tiene ni para sí misma. Miren lo poco que me han regalado a mí». Y les mostró el jarro con el poquito de sopa. Y de repente le vino una brillante idea, que nunca antes le había pasado por la mente: «Díganme, ¿traen un recipiente consigo?». Desde luego María y José llevaban un jarro. «Vamos a compartir», decidió la mendiga, «mi sopa y la penuria de ustedes». José sacó su jarro y la mujer le echó todo lo que pensaba que les era indispensable, y luego un poco más. Entonces su propio jarro quedó vacío, pero ella llegó a sujetarlo de tal manera que María y José no lo notaron. Cuando Rebeca vio comer a las dos personas hambrientas, sintió una alegría como jamás había experimentado. Hasta su propio apetito se le olvidé por completo.
Sólo tardaron unos instantes en terminar la sopa, y ya María y José estaban en camino otra vez.
Por mucho tiempo Rebeca siguió con la mirada a los caminantes, que le habían mostrado una miseria que hasta ahora ni había conocido, y que la había llenado de tanta alegría. Cuando finalmente se agachó para levantar su jarro vacío, lo encontró lleno hasta el borde de una rica sopa caliente, que satisfizo de inmediato toda su hambre.

EL MANOJO DE PAJA.

Una vez María y José llamaron a la puerta de un campesino y pidieron alojamiento para la noche. Sin embargo, a este hombre de mal carácter y de corazón duro, no le gustaba ayudar a los demás sin que le pagaran por ello. Y al ver que estas dos personas eran pobres y no tenían con qué pagarle, sólo les alquiló  un rincón en su patio: “Allá donde resalta el techo, se pueden acostar en el suelo”, murmuró de manera poco amable. “¿No tendría usted un manojo de paja para nosotros?”, preguntó María tímidamente, “para que no tengamos que dormir en el piso duro y frío”. El campesino la miró furioso, pero luego se calmó y le dijo: “Bueno, solamente un manojito, pero ni una pajita más”. Él mismo fue al pajar y del gran montón que allá estaba guardado cogió unos cuantos tallos entregándoselos a José, y luego les cerró la puerta frente a la cara.
 
José miró con tristeza el montón de paja. ¿De qué les iba a servir ese poquito?, pero María lo tomó suavemente con sus manos y empezó a repartir tallo por tallo sobre el piso. Y milagrosamente alcanzó para hacer un lecho para ambos, y todavía sobró un poco para el burro. Así, los tres pasaron la noche bastante bien.
Antes de continuar su camino al otro día, María y José se despidieron de su hostil posadero, quien malhumorado los dejó partir. Cuando más tarde él mismo salió al patio, se dio cuenta de que la paja todavía estaba tirada en el mismo lugar donde María y José habían pasado la noche. Se vio un tallo por aquí y otro por allá, que juntado no era más que un manojo. Ya se iba a enfadar porque no la hubieran recogido al salir. Pero en ese momento notó algo extraño: ¡la paja estaba brillando! Y cuando la miró de cerca era de oro puro… La levantó y la sopesó en la mano. Luego se golpeó la frente furioso y exclamó: “¡Qué tonto eres!, si los hubieras dejado dormir en el pajar, entonces toda tu paja se habría convertido en oro”. Pero ya no se podía hacer nada.
De todos modos, quería vender caro el oro obtenido. El tacaño campesino lo envolvió en un trapo y se dirigió a la ciudad. Después de haber buscado mucho, finalmente encontró a un joyero que le ofreció un buen precio. Contento, de que los pobres le habían dado un buen pago por la posada, desenvolvió el bulto. Pero qué cara puso, y cómo se río el joyero, al ver que todo lo que traía consigo era paja común y corriente.
Por eso lo único que ganó fue la burla, que duró por mucho más tiempo que el regalo de la Sagrada Familia.
Georg Dreissig

EL PAPEL Y LA TINTA.

Una hoja de papel, puesta sobre un escritorio junto a otras hojas iguales a ella, se encontró un día toda cubierta de señales.
Una pluma, llena de tinta negra, había trazado sobre ella muchos diseños y palabras.


“¿Por qué me has tratado así?”, dijo resentida la hoja de papel a la tinta. “¿No podías evitarme esta humillación? ¡Estaba tan blanca y limpia! ¡Pero tú me has ensuciado con tu negro infierno, me has estropeado para siempre!”.
“Espera”, le responde la tinta. “Yo no te he ensuciado, te he revestido de símbolos. Antes tú no eras más que una simple hoja de papel, ahora te has convertido en un mensaje. Tú guardas el pensamiento del hombre, eres un instrumento precioso.”
De hecho, allí cerca, al ordenar el escritorio, alguien vio esas hojas y las recogió para tirarlas al fuego. Pero enseguida se dio cuenta de la hoja “manchada” de tinta, tiró todas las otras, dejando solamente aquella que llevaba, bien visible, el mensaje de la inteligencia. 

Leonardo da Vinci

LA MUERTE DE LA PARROQUIA.

Una vez apareció sobre los muros y en el periódico de la ciudad un extraño anuncio fúnebre:
“Con profundo dolor comunicamos la muerte de la parroquia de Santa Eufrosia. Los funerales tendrán lugar el domingo a las 11:00”.
Naturalmente que el domingo había en la iglesia de Santa Eufrosia un gentío inmenso, como nunca se había visto. No había un puesto libre, ni siquiera de pie. Ante el altar mayor se alzaba un catafalco con un ataúd de madera oscura. El párroco pronunció un sermón sencillo:

— Creo que nuestra parroquia no puede ni reanimarse ni resucitar, pero, dado que casi todos estamos aquí, quiero probar una última tentativa. Para ello me gustaría que todos pasarais ante el ataúd, a ver por última vez a la difunta. Desfilad, por favor uno por uno en fila india. Una vez visto el cadáver, podéis salir por la puerta de la sacristía. Después, el que lo desee, podrá entrar de nuevo, por el portón para la Misa.

El párroco abrió el ataúd. Todos preguntaban curiosos:
— ¿Quién estará ahí dentro? ¿Quién será el verdadero muerto?
Comenzó un lento desfile. Uno tras otro iba asomándose al ataúd y miraba dentro, luego salía de la iglesia. Salían silenciosos y confundidos.

Porque todos los que deseaban ver el cadáver de la parroquia de Santa Eufrosia y miraba en el ataúd veían en un espejo colocado al fondo de la caja su propio rostro.

Bruno Ferrero

miércoles, 18 de diciembre de 2013

EL NIÑO DE LOS CLAVOS.



El niño de los clavos.

Había un niño que tenía muy mal carácter, Un día, su padre le dio una bolsa con clavos y le dijo que cada vez-que perdiera la calma debía clavar un clavo en la cerca de detrás de la -casa.
El primer día, niño clavó 37 clavos en la cerca. Pero .poco a poco fue calmándose, porque descubrió que era mucho más fácil controlar: su carácter que clavar los clavos en la cerca..
Finalmente llegó el día en que el muchacho no perdió la calma para nada y se lo dijo a su padre, y entonces este le sugirió que por cada día que controlara su carácter debía sacar un clavo de la cerca. Los días pasaron, y el joven pudo finalmente decirle a su padre que ya había sacado todos los clavos de la cerca. Entonces el padre llevó de la mano a su hijo a la cerca de atrás.
- Mira, hijo, has hecho bien, pero fíjate en todos los agujeros que quedaron en la cerca. La cerca nunca será la misma de antes.
Cuando dices o haces cosas con mal genio, dejas una cicatriz, como este agujero en la cerca. Es como meterle un cuchillo a alguien: aunque lo vuelvas a sacar, la herida ya quedó hecha. No importa cuántas veces pidas perdón: la herida está allí.
Y una herida física .es igual de grave que una herida verbal. Los amigos son verdaderas joyas a quienes hay que valorar. Ellos te sonríen y te animan a mejorar. Te escuchan, comparten una palabra de aliento y siempre tienen su corazón abierto para recibirte.

LOS TRES VIEJECITOS.



Los tres viejecitos

Al salir de su casa, una mujer vio a tres viejos de largas barbas sentados frente a su jardín. Ella no los conocía y les dijo: - No creo conoceros, pero debéis de tener hambre.
Por favor, entrad a mi casa para comer algo ...
Ellos preguntaron:
- ¿Está el hombre de la casa?
- No - respondió ella-, no está.
- Entonces no podemos entrar
-dijeron ellos.
Al atardecer, cuando el marido llegó, ella le contó lo sucedido.
- Entonces diles que ya llegué e invítalos a pasar -dijo el marido.
La mujer salió a invitar a los hombres a pasar a su casa.

- No podemos entrar en una casa los tres juntos -explicaron los ancianos.
- ¿Por qué? - quiso saber ella.
Uno de los hombres apuntó hacia otro de sus amigos y explicó:
Su nombre es Riqueza.
Luego indicó hacia el otro y dijo:
- Su nombre es Éxito. Y yo me llamo Amor. Ahora ve adentro y decide con tu marido a cuál de nosotros tres deseáis invitar a vuestra casa.
La mujer entró en su casa y le contó a su marido lo que ellos le habían dicho.
El hombre se puso feliz y dijo:
- ¡Qué bueno! ¡Así que ése es el asunto... ! Entonces invitemos a Riqueza, dejemos que entre y llene nuestra casa de riqueza.
Su esposa no estuvo de acuerdo:
- Querido, ¿por qué no invitamos a Éxito?
 

La hija del matrimonio estaba escuchando desde la otra esquina de la casa y vino corriendo con una idea:

- ¿No sería mejor invitar a Amor? Nuestro hogar entonces estaría lleno de amor.

- Hagamos caso del consejo de nuestra hija, dijo el esposo a su mujer. Ve afuera e invita a Amor a que sea nuestro huésped.

La esposa salió afuera y les preguntó a los tres viejos: - ¿Cuál de ustedes es Amor? Por favor, que venga para que sea nuestro invitado.
Amor se puso de pie y comenzó a caminar hacia la casa.

Los otros dos también se levantaron y lo siguieron. Sorprendida, la dama les preguntó a Riqueza y Éxito:
- Yo sólo invité a Amor; ¿por qué también vienen ustedes?
Los viejos respondieron juntos:

- Si hubieras invitado a Riqueza o a Éxito, los otros dos habrían permanecido afuera; pero ya que invitaste a Amor; donde quiera que él vaya, nosotros vamos con él. Donde quiera que hay amor, hay también riqueza y éxito.

- Mi escala de valores en relación con el amor, el éxito y la riqueza es ...
- ¿Apuesto por el amor a costa de lo que sea? ¿Dónde pongo los límites?
- ¿ Es realmente desinteresada mi manera de amar?

LOS ANTEOJOS DE DIOS.


Los anteojos de Dios

Un empresario que acababa de fallecer iba camino del cielo, donde esperaba encontrarse con el Padre Eterno para ser juzgado, en un proceso sin trampa ni cartón. No iba nada tranquilo, por cierto, porque en su vida había realizado muy pocas cosas buenas. Mientras se acercaba al cielo, iba buscando en su conciencia ansiosamente aquellos recuerdos de cosas valiosas que había hecho en su vida, pero pesaban mucho sus años de explotador y usurero.

Había encontrado en sus bolsillos alguna carta de personas a las que había tratado de ayudar, para presentárselas a Dios como aval de sus escasas buenas obras. Llegó al fin a la entrada principal, sin poder disimular su preocupación. Se acercó despacio, y le extrañó mucho ver que allí no había cola para entrar ni se encontraba nadie en las salas de espera. Pensó: «o aquí vienen muy pocos clientes, o les hacen entrar enseguida... ». Siguió avanzando, y su desconcierto fue aún mayor al ver que todas las puertas estaban abiertas y no había nadie para vigilarlas. Golpeó la puerta con el puño. Nadie contestó. Dio una palmada, y nadie salió a recibirlo. Miró hacia dentro y quedó maravillado de lo hermosa que era aquella mansión, pero allí no se veían ni ángeles ni santos ni doncellas vestidas de luz. Se animó un poco más y avanzó hasta llegar a una puerta acristalada... Y nada. Finalmente, se encontró justo en el centro del paraíso, sin que nadie se lo impidiera.
Pensó: «¡Aquí todos deben de ser gente honrada! ¡Mira que dejar la puerta abierta y sin
nadie que vigile... ! »,

Poco a poco fue perdiendo el miedo y, fascinado por lo que veía, se fue adentrando en los patios de la gloria. Aquello era precioso. Como para pasarse una eternidad contemplando el lugar. De pronto, se encontró ante algo que tenía que ser el despacho de alguien muy importante. Sin duda era la oficina de Dios. Por supuesto que también estaba la puerta abierta de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar; pero en el cielo todo termina por inspirar confianza, así que penetró en la sala y se acercó al escritorio, una mesa espléndida. Sobre ella había unos anteojos, que él comprendió debían de ser los anteojos de Dios. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de usarlos para echar una miradita hacia la tierra. Fue ponérselos y caer en éxtasis, pensando: «[Qué maravilla! ¡Si desde aquí, con estas gafas, veo toda la tierra... ! ».
 

Con aquellos anteojos se lograba ver toda la realidad profunda de las cosas sin la menor dificultad: las intenciones de las personas, las tentaciones de los hombres y de las mujeres ... Todo estaba patente ante sus ojos. Entonces se le ocurrió una idea: trataría de buscar desde allí arriba a su socio, que sin duda estaría en la empresa donde ambos trabajaban; una especie de financiera desde donde ejercían la usura y hasta el robo, en muchas ocasiones. No le resultó difícil localizarle, pero le sorprendió en un mal momento. En ese preciso instante, su colega estaba estafando a una pobre anciana que había ido a colocar sus ahorros en aquella empresa, en un fondo de pensiones que no era sino un «camelo».
A nuestro amigo, al ver la cochinada que su socio estaba haciendo, le subió al corazón un profundo deseo de justicia. En la tierra nunca había experimentado tal sentimiento. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente ese deseo de justicia que, sin pensar en otra cosa, buscó a tientas algo debajo de la mesa para lanzárselo a su amigo (el banquillo donde Dios apoyaba los pies), con tan buena puntería que el artefacto fue a parar a la cabeza de su socio, dejándole tumbado en el sitio. En ese momento, nuestro
hombre oyó tras de sí unos pasos. Sin duda era Dios. Se volvió y, en efecto, se encontró cara a cara con el Padre Eterno.
- ¿Qué haces aquí, hijo?
- Pues... la puerta estaba abierta y he entrado ...
- Bien, bien; pero sin duda podrás explicarme dónde está el banquillo en el que apoyo mis pies cuando estoy sentado en mi mesa de trabajo.
Reconfortado por la mirada y el tono de voz de Dios, fue recuperando la serenidad.
- Bueno, pues yo he entrado en este despacho hace un momento, he visto los anteojos sobre la mesa y he caído en la curiosidad de ponérmelos y he echado una miradita al mundo...
- Sí, sí, todo eso está muy bien; estás siendo muy sincero conmigo, pero yo quisiera saber qué has hecho de mi banquillo.
- Mira, Señor, al ponerme tus anteojos he visto todo con gran claridad y he visto a mi socio. ¿Sabes, Señor?, estaba engañando a una pobre anciana, haciendo un negocio que era un engaño, y me he dejado llevar de la indignación; y, claro, lo primero que he encontrado a mano ha sido un banquillo y se lo he tirado a la cabeza: Lo he dejado K.O., Señor. ¡ Es que no hay derecho! ¡Era una injusticia!
- Imagínate que yo, cada vez que veo una injusticia en la tierra, comienzo a lanzar banquillos a la cabeza de los hombres; no sé los que quedarían ahora.
- Perdóname, Señor, he sido muy impulsivo, lo sé...
- Sí, claro. Estuvo bien que te pusieses mis anteojos, hijo, pero para mirar la tierra y a los hombres te olvidaste de una cosa, ponerte también mi corazón. La próxima vez que te sientas indignado ante algo que los demás hacen mal, no olvides ponerte también mi corazón de Padre; y recuerda: sólo tiene derecho a juzgar el que tiene poder para salvar. Vuelve ahora a la tierra, y te doy otros cinco años para que practiques lo que esta tarde has llegado a comprender ... y en ese momento nuestro amigo se despertó, empapado en sudor, observando que por la ventana entreabierta de su dormitorio entraba un espléndido sol.
Hay historias que parecen sueños, y sueños que podrían cambiar la historia.

• Quizá yo tenga una cierta facilidad para juzgar...
• Si tuviera los «anteojos de Dios», yo...
• Mi tendencia a juzgar puede revelar mi inmadurez en...
Regálame la Salud de un Cuento. José Carlos Bermejo
. Editorial SALTERRAE

CARTA AL NIÑO JESÚS.



Carta del niño Jesús

Nos acercamos de nuevo a la fecha en que se celebra mi nacimiento. El año pasado hicieron grandes fiestas en mi honor y me da la impresión de que este año ocurrirá lo mismo. Llevan meses haciendo compras y todos los días se multiplican los anuncios y avisos sobre lo poco que falta.
Es agradable saber que, por lo menos una vez al año, piensan en mí. Pero da la impresión de que la mayoría de la gente apenas sabe por qué motivo celebra mi cumpleaños. Me gusta que las familias se reúnan y lo pasen bien y me alegra en especial que los niños se diviertan; pero aún así, creo que la 'mayor parte no sabe bien de qué se trata. ¿No os parece?
Así sucedió el año pasado. Al llegar el día de Navidad, hicieron grandes fiestas, pero ¿puedes creer que ni siquiera me invitaron? ¡Yo era el invitado de honor!
¡Pues, se olvidaron por completo de mí! Desde mi cueva de Belén me sentí solitario y triste. Lo que más me asombra de cómo celebra la mayoría de la gente la Navidad, es que en vez de hacerme regalos, ¡se obsequian cosas unos a otros! Y para colmo, ¡casi siempre son objetos que ni siquiera les hacen falta!
Os voy a hacer una pregunta:
¿A ti no te parecería extraño que al llegar tu cumpleaños todos tus amigos decidieran celebrarlo haciéndose regalos unos a otros y no te dieran nada a ti? Pues eso es lo que me pasa a mi. Una vez alguien me dijo: "Es que tú no eres como los demás, a ti no se te ve nunca; ¿cómo es que te vamos a hacer regalos?".
Ya te imaginarás lo que le respondí: "Pues regala cosas a los pobres, ayuda a quienes lo necesiten, visita a los huérfanos, enfermos, ancianos… Escucha bien: todo lo que regales a tus semejantes para aliviar su necesidad, me lo regalas a mí". (Mt. 25,34-40).
En Navidad me agradaría mucho más nacer en el corazón de mis amigos y que me permitieran morar en él para ayudarles cada día, en todas sus dificultades, para que puedan palpar el gran amor que siento por todos; porque no sé si tienes presente, pero alrededor de dos mil años entregué mi vida para salvarte de la muerte y mostrarte el gran amor que te tengo. Por eso, lo que pido, es que me dejes entrar en tu corazón. "Mira, estoy llamando a la puerta, si alguien oye mi voz y la abre, entraré en su casa y cenaremos juntos". Confía en mí, abandónate en mí. Este será el mejor regalo que me puedas dar en mi cumpleaños.
Gracias, de tu amigo Jesús.

EL LÁPIZ.



El lápiz

Érase una vez un niño que miraba cómo su abuelo escribía una carta. En un momento dado, le preguntó:
- Abuelo, ¿estás escribiendo una historia que nos pasó a los dos? ¿Es, por casualidad; una historia sobre mí?
El abuelo dejó de escribir, sonrió y le dijo al nieto:

- Estoy escribiendo sobre ti, es cierto. Sin embargo, más importante que las palabras es el lápiz que estoy usando.

Me gustaría. que tú fueses como él cuando crezcas.

El nieto, intrigado, miró el lápiz, pero no vio nada de especial en él, y preguntó:

- ¿Qué tiene de particular ese lápiz?

El abuelo le respondió:

- Todo depende del modo en que mires las cosas.
Hay en este lápiz cinco cualidades que, si consigues mantenerlas, harán siempre de ti una persona en paz con el mundo.

Primera cualidad: Puedes hacer grandes cosas, pero no olvides nunca que existe una mano que guía tus pasos. A esta mano le llamamos «Dios», y Él siempre te conducirá en dirección a su voluntad.

Segunda cualidad: De vez en cuando necesitas dejar lo que estás escribiendo y usar el sacapuntas. Eso hace que el lápiz sufra un poco, pero al final estará más afilado. Por lo tanto, debes de ser capaz de soportar algunos dolores, porque te harán mejor persona.

Tercera cualidad: El lápiz siempre permite que usemos una goma para borrar aquello que está mal. Entiende que corregir algo que hemos hecho no es necesariamente algo malo, sino algo importante para mantenernos en el camino de la justicia.

Cuarta cualidad: Lo que realmente importa en el lápiz no es la madera ni su forma exterior, sino el grafito que hay dentro. Por lo tanto, cuida siempre de lo que sucede en tu interior.

Quinta cualidad: Siempre deja una marca. De la misma manera, has de saber que todo
lo que hagas en la vida dejará trazos. Por eso, intenta ser consciente de cada acción.

- A veces también yo me quedo mirando «el texto de la carta de mi vida», en lugar
del lápiz con que la escribo y sus cualidades.
- Cuidar el interior es más importante, y eso significa para mí ...
- He de «sacar punta» al lápiz de mi vida, a mi persona, para estar «afilado», aunque
eso conlleve una dosis de dolor ...
José Carlos Bermejo, "Regálame más cuentos con salud"
 Edit. Sal Terrae.

EL MISTERIO DE LA SILLA VACÍA.


El misterio de la silla vacía.

Una joven cristiana vietnamita, acudió a un sacerdote para pedirle que fuera a rezar junto a su padre que estaba gravemente enfermo.

El enfermo estaba en la cama apoyado en un par de almohadas. Junto a su cama había una silla vacía. "Veo que usted me esperaba", dijo el sacerdote cuando ya estaban solos.

"No, ¿quién es usted?" replicó el enfermo.

El cura le dijo quién era y cómo le había llamado la atención la silla vacía junto a su cama.
"Ah, ya!”, dijo el hombre, e hizo una seña al sacerdote para que se acercara a él. "Nunca he contado esto a nadie, ni siquiera a mi hija. Durante muchos años, nunca supe hacer oración. Cierto que en la iglesia escuchaba hablar sobre la oración, pero no retenía nada. Desistí de todo intento de hacer oración.

Hasta que un día, hace cuatro años, : un buen amigo me dijo: Juan, la oración es algo tan sencillo como tener una conversación con Jesús. Te recomiendo que te sientes y coloques una silla vacía delante de ti. Y añadió: Con la ayuda de la fe, mira a Jesús sentado en ella frente a ti. Esto no es una fantasía, porque él prometió que estaría con nosotros siempre. Así que háblale del mismo modo que lo haces ahora conmigo.

Probé, y me gustó tanto que así lo hago dos horas al día desde entonces. Creo que, si mi hija me hubiera visto hablando a una silla vacía, me habría llevado al manicomio".

El sacerdote, conmovido, le animó a continuar con este modo de orar y volvió a su casa.

Dos días después, la hija le visitó y comunicó que su padre acababa de fallecer: "Lo encontré muerto al volver de hacer la compra; hay algo curioso en su muerte. Al parecer, justo antes de morir, papá-se incorporó y reclinó su cabeza sobre la silla que está junto a la cama. ¿Qué le parece esto?

El sacerdote se enjugó una lágrima y respondió: "Ojalá todos pudiéramos
morir así .