domingo, 21 de julio de 2013

AQUELLA VIEJA HOJA.

 

Cristina Vega.                  

          Una primavera, se encontraron dos hojas en ramas vecinas de un mismo árbol. Una, hacía poco tiempo que había visto la luz de la vida; la otra, esperaba el próximo otoño con miedo, porque sabía que una ráfaga de viento, la arrancaría del árbol de la vida.

                             Esta última hoja, seca casi, sintió deseos de ayudar a la joven que era tierna y blanca. Cómo no podía hacer muchos movimientos (por temor a desprenderse de su rama), se dedicó solamente a hablarle, a darle consejos. Muchas tardes se escuchaba su voz en el aire que decía:

                            -Cuando el viento sople fuerte, procura moverte con él y producir melodía; así pondrá música en las almas solitarias.

                             -Trabaja con las demás hojas formando un conjunto armonioso, para que la sombra que produzca el árbol sea más grande y perfecta.

                            -Déjate llenar de rocío en las noches frías y, al amanecer, cuando el sol te deslumbre con su alegría, permite que las gotas de agua resbalen por tu piel en libertad hacia la tierra.

                             -Así pasaba la vieja hoja horas y horas, contando cosas a la nueva y ésta la escuchaba con atención. Cuando no tenía nada nuevo que decirle, repetía lo mismo una y otra vez.

                             La vieja hoja, que sólo se creía útil para dar consejos, no deseaba de ningún modo que llegase el otoño; su vida tenía un sentido: ayudar a la joven era tarea importante.

                             El verano avanzaba. La hoja nueva comenzaba a convertirse en una hoja madura. Empezaban a molestarle los dichos de la vieja. Un día, harta ya, le gritó:

                             -¡Déjame en paz, siempre me repites las mismas cosas! Quiero aprender sola y vivir mi vida! Además, voy a decirte algo: Toda la belleza de esta rama la estropea tu presencia, entérate, ya no sirves para nada; ni las gotas de rocío aparecen en tu piel...

                             -Es verdad que mi piel, seca ya, no tiene lágrimas que derramar -dijo tristemente la vieja hoja.

                             Su voz no volvió a escucharse. Cada día envejecía más y esperaba ya, con calma y con deseo, la llegada del otoño. No quería molestar más con su presencia. ¡Qué diferente le parecía su vida y sus pensamientos de los de aquella nueva hoja!

                             Así, sumida en sus tristezas, pasaba su tiempo.

                             Al llegar el otoño la primera hoja que cayó del árbol, con la primera ráfaga de viento, fue la vieja. Era un atardecer oscuro y triste. Sólo rodearon su caída la soledad y el silencio. Pero bastaba mirar a la rama para comprender que algo importante faltaba allí.

                             Al amanecer del día siguiente, el primer rayo de sol que tocó la tierra acarició a la vieja y seca hoja, tirada en el suelo. Luego un torbellino de aire la levantó hacia los cielos.

                             Pasaron los días. Llegó el invierno. El aire frío y helado transportó, muchas veces, los lamentos de una hoja:

                             -Si en lugar de escucharla, hubiese conversado con ella, ¡cuántas cosas más me habría enseñado! ¡Cuánto hubieso yo podido ayudarla...!

                             Esta hoja, madre ya, casi vieja, continuó lamentándose hasta que comenzó la primavera. Nació una hojita en una rama vencia. Le dio tanta lástima verla tan pequeña y tierna, que olvidándose de sus tristes recuerdos, se prometió ayudarla.

                            Pero, como no podía moverse mucho (por miedo a desprenderse de su rama), le ofreció sus consejos. La hora recién nacida escuchaba atentamente cuanto le decía...

                            El árbol que, calladamente, había observado, sentido y vivido muchas primaveras y muchos inviernos seguidos, sonrió un momento.

                            La noche, sin embargo, fue testigo de las lágrimas que brotaron del corazón cansado del árbol de la vida.

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