martes, 24 de junio de 2014

La red y las palomas

Un bonito día de verano, un grupo de palomas decidieron ponerse a volar para buscar comida. Volaron durante mucho tiempo, pasando por encima de ciudades y pueblos, hasta que llegaron a un gran prado verde.
- ¡Mirad ahí! Hay algunos granos para comer entre la hierba- gritó la paloma más joven-. Estoy hambrienta y cansada de volar. Dejemos de buscar y bajemos a comer-. Y empezó a batir las alas para descender hasta el suelo.
- ¡Espera!-, gritó la líder de la bandada de pájaros-. Podría ser una trampa. ¿Porqué debería haber granos en una zona tan aislada?
- ¡No seas tan desconfiada! Se le deben haber caído a alguien que pasaba por aquí-. Dijo otra de las palomas.
- No perdamos más el tiempo. ¡Yo también tengo hambre!-, añadió una tercera paloma.
- Está bien. Si todas insistís y tenéis tanta hambre que no os importa arriesgar vuestra vida, iremos a comer – dijo la que los guiaba.
Así que las palomas decidieron bajar hasta el suelo y empezaron a comer. Después del largo y cansado viaje, la comida les parecía deliciosa.
Pero, de pronto, una red cayó sobre las palomas y quedaron atrapadas. – ¡Es una trampa! ¡Socorro!-, gritaban todas con mucho miedo.
- Ya os dije que debíamos ir con cuidado-, dijo la líder-. Pero de todas formas, tranquilizaos. Podemos liberarnos, pero debemos estar unidas.
- ¿Cómo podemos salir de aquí? ¡Explícanos qué debemos hacer!- Gritaban mientras intentaban escapar muy asustadas, saltando cada una por su lado.
- Dejadme pensar un momento. Tengo una idea- dijo la líder de pronto-. Debemos actuar todas a la vez. Ponernos a volar juntas y llevar la red con nosotras. ¡Recordad que debemos estar unidas!
Cada paloma cogió una parte de la red con su pico y, todas juntas, empezaron a batir las alas para despegar. El cazador se quedó atónito ante la visión de las palomas volando con la red. Empezó a correr detrás de las palomas, esperando que cayesen. Pero cuando le vieron, las palomas volaron todavía más alto, hasta que se posaron en la cima de una pequeña montaña. El cazador intentó escalarla, pero pronto se cansó y decidió dejar ir a sus presas.
-Ahora debemos volar hacia el río-, dijo el líder.
- ¡Pero estoy muy cansada!- exclamó la paloma más joven- ¡No puedo volar más!
- No te preocupes, yo te ayudaré. Los fuertes deben ayudar a los débiles. Pronto seré yo quien sea viejo y débil, mientras que tú habrás crecido y serás fuerte. Entonces tu me ayudarás a mi porqué dependeré de tu fuerza. Ahora acércate a mí, que con mi fuerza podré llevarte en esta red.
Y volaron hasta la orilla del río, donde la líder de las palomas llamó a su amigo el ratón y le contó lo que les había pasado.
- Querido ratón, estamos aquí atrapados por culpa de un malvado cazador. Solo tú puedes salvarnos y liberarnos de esta red- rogó la pal9oma jefe. Entonces el ratón las quiso ayudar y empezó a roer la red para liberar a la líder, que se quejó – No, no me liberes a mi primero. Esta pequeña paloma está muy débil y cansada, libérala antes. Después libera a los demás antes que a mí. Yo soy la líder, por lo que debo cuidar de todas y ser la última.
El ratón cortó la red con sus afilados dientes y liberó a todas las palomas. Por último también liberó a su líder. Todas dieron las gracias al ratón y se fueron volando hacia su casa. Mientras volaban la pequeña paloma dijo:
– Nuestro líder es mayor pero sabia. Su sabiduría es lo que nos ha salvado hoy.
- No, pequeño. Ha sido vuestra unión lo que nos ha dado fuerza y ha permitido salvarnos-, replicó la paloma líder.- La unión es lo que nos da la mayor fuerza.
Y de esta manera las palomas pudieron volver a su casa tranquilamente con sus familias.

Dios me salvará

Habia una vez un hombre muy devoto, conocido por sus vecinos en el pueblo por su fe y confianza en dios.
Algunos lo consideraban un santo.
Un dia las fuertes lluvias amenazaron al pueblo por el peligro que estas podian acarrear al romper la presa.
Mientras todos los vewcinos corrian a empacar sus posesiones, el hombre se encerro en su casa con una vela y se puso a rezar.
- Señor por favor, salvame de esta tragedia…rezaba
-Vecino, ven con nosotros, vamos a ponernos a salvo en la colina- dijo uno de sus vecinos que acarreaba una carrera de dos bueyes y varios niños asustados. El agua ya llegaba por las rodillas.
- Necio! Deja de interrumpir mis rezos ¿no ves que estoy hablanso con dios? Llegado el momento Dios me salvará.
El hombre de la carrera siguio su camino.
El nivel del agua siguio subiendo y el hombre tuvo que subirse a rezar en una mesa.
- Vecino, por dios, sube a ñla barca, te sacaremos de ahi, la presa va a explotar
- No ves que estoy rezando? Llevate tu estupida barca, Dios me salvará- y siguio con sus plegarias.
La presa empezo a desquebrajarse y el agua empezo a subir tanto, que el piadoso hombre tuvo que subir al tejado a rezar.
Unos marineros pasaron con un barco ofreciendole ayuda.
-La presa va a explotar, suba al barco antes de que sea tarde.
-Dios me salvará, id a rezad porque seguro que por pecadores os ahogara por vuestra blasfemia.
El barco se alejo y horas despues la presa cedio inundando al pueblo y ahogando al santo hombre, que subio a las puertas del cielo indignado.
A las puertas del cielo lo esperaba Dios y el hombre de fe le grito de mal humor.
Dios, siempre te recé, te adoré. fue bueno con los demas y confie en ti. ¿Porque no me has salvado?
- Pobre necio….¿quien crees que te mando a cada uno de los vecinos y las barcas para salvarte?

El Amor y la Locura

En el principio de los tiempos, cuando no existía nada. Cuando ni siquiera el tiempo existía porque nadie había inventado nada para llevarle la cuenta. Cuando el hombre todavía no existía, en mitad del universo estaban reunidos los vicios y las virtudes que más tarde poblarían a los humanos en mayor o menor medida.
Y los vicios y las virtudes se pasaban todo el día discutiendo y peleando, sobre todo azuzados por la Ira y la Discordia. Y discutían sobre quien habitaría el cuerpo de los humanos, si los vicios o las virtudes. Y no se ponían de acuerdo porque unos decía que habría mas virtudes que vicios en los humanos y otros que al revés, que sería mayor el número de vicios que estarían en los humanos.
Y como nadie se ponía de acuerdo. La Locura, que estaba loca, tubo una idea que le pareció genial. Y dando brincos en mitad de la reunión dijo:
- Tengo una idea, tengo una idea para solucionar la discusión.
Todos se quedaron expectantes. Y la Locura dando carreras sin ton ni son y saltando por todos lados dijo:
- Es una idea genial que seguro que no falla. Sí, sí, sí, sí
En este punto la Intriga, que estaba realmente intrigada, pensó:
- “¿Cuál será la idea tan buena que ha tenido esta Locura? “
Y la Locura seguía dando botes y haciendo cabriolas y diciendo:
- ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!.
Y la Intriga que estaba cada vez más intrigada, azuzada por la Curiosidad preguntó por fin:
- Oye, ¿Y cual es esa idea tan buena?.
La Locura dio un brinco y después otro y dijo:
- Muy fácil, muy fácil, muy fácil. ¡Se trata de un juego!.
Como la Locura seguía dando saltos y no parecía que fuese a decir nada más, la Intriga preguntó:
- ¿Y que juego es?
- Es muy sencillo, es un juego genial y muy divertido. – dijo la Locura – Es el juego del escondite.
Entonces la Intriga sí que se quedó intrigada. Y como ya no podía soportar tanta intriga dijo:
- ¿Y qué demonio de juegos es ese?.
- Muy fácil, muy fácil, muy fácil. – dijo la Locura dando vueltas alrededor de la Intriga – Uno de nosotros se pone a contar de uno a cien de cara a un tronco muy grande y con los ojos tapados. Y los demás salen corriendo a esconderse donde puedan. Luego el que cuenta sale a buscar a los demás. Si al último que encuentre es una virtud, serán las virtudes las que habiten al hombre en mayor número, si es un vicio serán los vicios los que habiten a los humanos.
Entonces alguien entre la multitud dijo:
-¿Y si encuentra una pareja de virtud y vicio?.
La Locura pensó un instante y dijo:
- Muy sencillo, se repartirán por igual.
La Inteligencia, que hasta entonces se había creído la más inteligente pensó:
- “Vaya idea que se le ha ocurrido a esta Locura. ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?.”
Entonces la Intriga preguntó:
- ¿Y quien va a contar?.
Y la Ternura dijo:
- Anda, Locura, ya que se te ha ocurrido a ti tan buena idea, ¿qué mejor que seas tú quien cuente?.
- De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. – dijo la Locura.
Y se fue a un tronco a contar:
- Veintisiete, cuarenta y dos, catorce, sesenta…
Todas las virtudes y los vicios salieron corriendo a esconderse.
La Justicia cogió de la mano a la Verdad, porque la Verdad siempre acompaña a la Justicia, y se fueron hasta un río que pasaba por allí cerca. Era un río de aguas cristalinas y puras. Y la Justicia dijo:
- Nos esconderemos aquí, para que luego digan que la Justicia no es clara. -
Y la Justicia se escondió en el fondo del río junto con la Verdad.
La Ensoñación cogió a la Ternura de la mano y dando saltitos se fueron a esconder detrás de una nube rosa. Y allí comenzaron a pintar las nubes de tonos morados, rojos, rosas y azules. Y es por eso que en los atardeceres el cielo se llena de nubes de colores.
La Lujuría cogió de la mano a la Pasión y juntas escalaron una montaña para esconderse en ella. Pero una vez dentro la temperatura empezó a subir y las rocas a calentarse y a fundirse hasta que la Lujuría y la Pasión hicieron nacer un volcán en aquella montaña.
La Pereza no se movió de donde estaba. Con el sueño que tenía ella, se iba a molestar en esconderse. Vamos, y se echó a dormir detrás de un banco que había por allí cerca.
Y así se fueron escondiendo todos, todos menos dos.
- treinta y tres, cincuenta y ocho, siete…
La Envidia, envidiosa como siempre, quería saber donde se escondía todo el mundo y se quedó allí en medio.
- setenta y siete, ochenta y seis, cincuenta y uno…
El otro que no se escondía era el Amor. Porque el amor es indeciso y no sabía dónde esconderse.
La Locura estaba llegando al final de la cuenta:
- noventa y ocho…
El Amor y la Envidia no sabían dónde meterse. La envidia vio un pino y se subió en lo alto.
- noventa y nueve…
En el último momento el Amor se tiró a un rosal de rosas rojas donde nadie se había escondido porque estaba lleno de púas.
- y ¡cien!.
La Locura se dio la vuelta y empezó a buscar a sus compañeros.
- ¡Por la Lealtad!.- La Lealtad, leal como era, no se había movido del lado de la Locura.
- ¡Por la Esperanza!.- La Esperanza se había escondido cerca pensando que quizá no la encontrarían.
- ¡ Por la Ignorancia!.- La Ignorancia, despistada salió preguntando
- ¿A qué estamos jugando?
- ¡Por la gula que está comiendo pasteles!.
- ¡Por la Soberbia!.
La Soberbia salió muy encendida y dijo:
- Me había escondido muy bien, ¿A que me has encontrado de las últimas?, ¡Vamos, con lo bien que me escondo yo!
- ¡ Por la Humildad!.
La Humildad se acercó a la Locura y le dijo:
- La verdad es que me has encontrado  muy de bien.
- ¡Por la Pereza!.
La Pereza seguía durmiendo plácidamente a pesar de todo el alboroto que la Locura estaba montando.
La Locura llegó hasta el río de aguas cristalinas, miró al fondo y vio a la Verdad y a la Justicia. Y gritó:
-¡La Justicia y la Verdad están allá abajo!.
La Justicia, que vio que la habían visto, revolvió el fondo para que las aguas se volvieran turbias y no pudieran verlas. Y le dijo a la Verdad:
- Tú quédate aquí que yo saldré por las dos y convenceré a la Locura de que no te ha visto.
Y la Verdad le hizo caso y allí se quedó, y la Justicia salió corriendo detrás de la Locura, y corría más y más hasta estar a punto de alcanzarla cuando de repente se tropezó con una piedra y se cayó. Con la caída se había lastimado una rodilla, pero aun así se levantó y siguió corriendo cojeando, pero cuando llegó la Locura ya había llegado.
Es por eso que la Justicia cojea, pero siempre llega. Y desde entonces a la Verdad no se le ve por ningún lado.
Entonces la Locura se fijó en que la montaña donde se habían ocultado la Pasión y la Lujuria ahora era un volcán.
-¡Qué raro! – se dijo la Locura. Y fue a investigar.
Así que la Locura subió por la ladera del volcán y se asomó al borde del cono. Y allá abajo, en una repisa de piedra Pasión y Lujuria estaban dando rienda suelta a todo lo que representaban. La Locura, avergonzada, dijo mirando para otro lado:
-¡Por la Lujuria y la Pasión que están ahí abajo haciendo cosas feas! – y se fue corriendo dejando a la Lujuria y a la Pasión, quienes no se habían enterado de nada, con sus cosas.
Luego la Locura miró al horizonte y vio nubes de colores en forma de dragones, elefantes, princesas, duendes y castillos. Y pensó la Locura:
- “Esto parece cosa de la Ensoñación, y si la Ensoñación está por aquí la Ternura no tiene que andar lejos”.
Y efectivamente, subió hasta las nubes y allí vio a la Ensoñación contándole cuentos a la Ternura y esta mientras tanto hacía nubes con las formas que le relataba la Ensoñación. Y la Locura, viéndolas tan atareadas no quiso molestarlas y escribió en una nube: “¡Por la Ensoñación y la Ternura!.” Y se fue.
La Locura ya había descubierto a todo el mundo menos a dos: la Envidia y el Amor (ya que a pesar de lo que decía la Justicia, ella tenía una cierta idea de por donde estaba la Verdad. Los locos están locos, pero no son nada tontos). Ya no sabía dónde buscar y miró al cielo para pedir ayuda. Y con esto vio a la Envidia que estaba en lo alto del pino.
- ¡Por la Envidia!.
La Envidia, envidiosa de que no hubieran encontrado al Amor, se bajó del árbol y dijo:
- Pues el amor está escondido en esas zarzas.
La Locura dio vueltas a la zarza pero no vio al Amor, y es que el Amor es difícil de encontrar a veces.
- Pero busca bien, que está ahí.- dijo la Envidia.
La Locura intentó apartar las zarzas con las manos pero se pinchó
-¡Ay!
Y es que a veces el Amor hace daño sin querer.
- Pero busca bien, que seguro que está ahí. – azuzó la Envidia.
La Locura ya no sabía que hacer y cogió una horca de dos puntas y comenzó a pinchar las zarzas con ella. Finalmente se oyó un grito que dejó a todos helados:
-¡Ahhhhh!. -
El Amor salió de las zarzas con las cuencas de los ojos vacías bañadas en sangre en sangre. La Locura no sabía que hacer, todos le estaban mirando, y sintiéndose culpable por lo que había hecho le prometió al Amor que a partir de ese momento sería su lazarillo.
Y es por eso que dicen que el Amor es ciego y siempre va acompañado por la Locura.

Tu angel te cuidará – Anonimo

Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo, le tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:
- Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra. ¿Pero, cómo vivir? tan pequeño e indefenso como soy
- Entre muchos ángeles escogí uno para ti, que te esta esperando y que te cuidara.
- Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y Sonreír, eso basta para ser feliz.
- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tu sentirás su amor y serás feliz.
-¿Y como entender lo que la gente me hable, si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres?
- Tu ángel te dirá las palabras mas dulces y más tiernas que puedas escuchar y con mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.
-¿Y que haré cuando quiera hablar contigo?
- Tu ángel te juntará las manitas te enseñará a orar y podrás hablarme.
-He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?
- Tu ángel te defenderá mas aún a costa de su propia vida.
- Pero estaré siempre triste porque no te veré más Señor.
- Tu ángel te hablará siempre de Mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a tu lado.
En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se oían voces terrestres, y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos sollozando…
-¡¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre!!. ¿Cómo se llama mi ángel?
- Su nombre no importa, tu le dirás : MAMÁ .20070319220340-angel.jpg

Los 3 reinos

Cuentan los muy ancianos que en tiempos remotos el águila y el león se repartían el gobierno de los animales. Reinaba el león sobre osos, lobos y demás cuadrúpedos que poblaban el planeta. El águila, por su parte, dictaba prudentes reglamentos que regían la vida y costumbres de las aves. Un día se reunieron ambos soberanos.
- ¡ Has de saber que el murciélago me ocasiona problemas ! – dijo el águila -. ¡Cuando le beneficia dice que es un pájaro y se mezcla con ellos, alegando que como ellos, vuela ! ¡ Pero cuando su interés reside en librarse de mis leyes, dice que es un mamífero y, por lo tanto, una bestía de tu juridicción y vasallo de tu imperio !
- ¡ Vaya con el avechucho ! – respondió el león enfadado -. ¡ Cuando intento someterle a las reglas con que gobierno a los cuadrúpedos, se niega a obedecerlas, alegando que, como vuela es un ave de las tuyas !
-¡ Pues yo no le quiero en mi reino ! – exclamó el águila.
- ¡ Ni yo en el mío decidió el león ! , convencidos ambos de que el murciélago era un pícaro, sólo dispuesto a desobedecer.
Moraleja
Quien tome dos partidos saldrá perjudicado:
será, con desconfianza, por ambos despreciado.

Los 3 enigmas del abad

Esto era una vez un viejo monasterio, situado en el centro de un enorme y frondoso bosque, en el que vivían muchos frailes.
Cada fraile tenía una misión diferente, así había un fraile portero, otro médico, otro cocinero, otro bibliotecario, otro pastor, otro jardinero, otro hortelano, otro maestro, otro boticario, es decir había un fraile para cada cosa y todos llevaban una vida monástica entregada al estudio y a la oración. Como en todos los monasterios, el fraile que más mandaba era el abad.
Se cuenta que había llegado a oídos del Señor Obispo de aquella región que el abad del monasterio era un poco tonto y no estaba a la altura de su cargo.
Para comprobar las habladurías de la gente le hizo llamar y le dio un año de plazo para que resolviera los tres enigmas siguientes:
1º) Si yo quisiera dar la vuelta al mundo ¿Cuánto tardaría?
2º) Si yo quisiera venderme ¿Cuánto valdría?
3º) ¿Qué cosa estoy yo pensando que no es verdad?
El abad regresó al monasterio y sentó en su despacho a pensar y pensar, y pensó tanto que por las orejas le salía humo. Se pasaba todo el día pensando, pero no se le ocurría nada, pensar sólo le daba un fuerte dolor de cabeza. Hasta entró en la biblioteca del monasterio por primera vez en su vida para buscar y rebuscar en los libros las soluciones y las respuestas que necesitaba.
Pasaba el tiempo sin que el abad resolviera los enigmas que le había planteado el Señor Obispo. Cuando ya quedaban pocos días para que se cumpliera el año de plazo salió a pasear por el bosque y se sentó desesperado debajo de un árbol.
Un joven y humilde fraile pastor que estaba cuidando las ovejas del monasterio le oyó lamentarse y le preguntó qué le ocurría. El abad le contó la entrevista con el Señor Obispo y los tres enigmas que le había planteado para probar sus conocimientos. El frailecillo le dijo que no se preocupara más porque él sabría como contestar al Señor Obispo. Así que, el mismo día que se terminaba el año de plazo, se presentó el joven fraile ante el Señor Obispo disfrazado con el hábito del abad y la cabeza cubierta con la capucha para que el Obispo no pudiera reconocerlo.
Después de recibirlo, el Señor Obispo quiso saber las respuestas a sus enigmas y volvió a plantear al falso abad la primera pregunta:
- Si yo quisiera dar la vuelta al mundo ¿Cuánto tardaría?
- Si Su Ilustrísima caminara tan deprisa como el sol -contestó rápidamente el frailecillo- sólo tardaría veinticuatro horas.
El Obispo después de pensarlo un rato quedó satisfecho con la respuesta, así que pasó a la segunda pregunta:
- Si yo quisiera venderme ¿Cuánto valdría?
El frailecillo respondió sin dudarlo:
- Quince monedas de plata.
Cuando el Obispo oyó esta respuesta preguntó:
- ¿Por qué quince monedas?
- Porque a Jesucristo lo vendieron por treinta monedas de plata y es lógico pensar que Su Ilustrísima valga sólo la mitad.
Le iban convenciendo al Señor Obispo las respuestas de aquel abad y empezaba a pensar que no era tan tonto como le habían dicho.
Entonces realizó la tercera y última pregunta:
- ¿Qué cosa estoy yo pensando que no es verdad?
- Su Ilustrísima piensa que yo soy el abad del monasterio cuando en realidad sólo soy el fraile que cuida de las ovejas.
Entonces el Obispo, dándose cuenta de la inteligencia de aquel joven fraile, decidió que el frailecillo ocupara el cargo de abad y que el abad se encargara de las ovejas.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado, si quieres que te lo cuente otra vez cierra los ojos y cuenta hasta tres.

Asamblea de herramientas

Cuentan que en la carpintería hubo una vez una extraña asamblea.
Fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias.
El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa? ¡Hacía demasiado ruido! Y además se pasaba el tiempo golpeando.
El martillo aceptó su culpa, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo, dijo que había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo.
Ante el ataque,el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija. Hizo ver que era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás.
Y la lija estuvo de acuerdo, a condición que fuera expulsado el metro que siempre se la pasaba midiendo a los demás según su medida, como si fuera el único perfecto.
En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo.
Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo.
Finalmente la tosca madera inicial se convirtió en un lindo mueble.
Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación.
Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo:
Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el Carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos.
Así que no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija era especial para afinar y limar asperezas y observaron que el metro era preciso y exacto.
Se sintieron entonces un equipo capaz de producir muebles de calidad.
Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos.
No Ocurre lo mismo con los seres humanos?
Observa y lo comprobarás. Cuando el ser humano busca a menudo defectos en los demás, la situación se vuelve tensa y negativa.
En cambio,cuando tratamos con sinceridad de percibir los puntos fuertes de los demás, es ahí donde florecen los mejores logros humanos.
Es fácil encontrar defectos. Cualquier tonto puede hacerlo, Pero encontrar cualidades, eso es para los espíritus superiores que son capaces de inspirar todos los éxitos humanos.

Agua del pozo

Había una vez una vez un hombre de noble cuna , que después de atravesar el desierto llego a un poblado lleno de árboles y huertos y lo primero que encontró fue un pozo , sediento como estaba se acerco para saciar su sed , pero el agua estaba tan profunda , que era inaccesible y nada de su alrededor podía facilitarle el alcanzar el agua , por ello decidió sentarse junto al pozo a esperar que pasara alguna cosa y confiando en Dios.
Al poco rato , se aproximo una mujer con una jarra asentada en su cadera y una cuerda en la mano. Al verle allí sentado , con una sonrisa le saludó. – ” La paz de Dios sea contigo”y el le respondió .-” Su paz sea contigo”Y la mujer sin decir nada , deslizo de sus manos la cuerda dentro del pozo y atada en un extremo la jarra , que hizo descender lentamente y con cuidado luego se oyó el chapoteo de la jarra al hundirse en el agua , entonces la mujer alargando el brazo , removió la cuerda para que se llenara el recipiente y empezó a tirar de ella hacia arriba con fuerza y cuidado.
Mientras el hombre sentado al lado del pozo le contaba , lo mucho que había viajado y que había conocido todo tipo de pozos .La mujer de cuando en cuando se lo miraba sin dejar de sonreir…y tiraba y tiraba de la larga cuerda subiendo la jarra .
Yo he conocido pozos mucho mas grandes que este y he probado aguas salobres y otras mas dulces y parece mentira la gama de sabores que pueda tener el agua…El hombre comentaba . Ella le dirigía alguna mirada asintiendo sus palabras…al final haciendo un último esfuerzo la mujer cogió por un asa la jarra, la descanso sobre el borde del pozo y recogió la cuerda , agarro la jarra mojada se la planto al costado y dirigiendo una mirada al hombre le dijo .-” Pues muy bien , estad con Dios..” y se marcho.
El hombre sin moverse de donde estaba vio como se alejaba la mujer y abatido se dispuso a esperar que Dios en su Misericordia le proporcionara la manera de poder beber agua de aquel pozo…
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La oveja negra

La prudencia tiene ojos y lengua, eso nadie puede dudarlo. Lástima que casi siempre ande cabizbaja y bale en chino. Esta pudiera ser la introducción a la historia de la oveja negra, precisamente escogida por el tigre para apoderarse del rebaño. Resulta que como por el colorido oscuro recibía los topones de sus compañeras y la propia madre parecía quererla menos que a las blancas, esta ovejita tonta vivía amargada y resentida. Por eso le quedó sonando lo que le dijo el tigre, deslizado un atardecer hasta el tunal o conjunto de tunos en donde nacía la “mana”, de modo que el agua y la fresca sombra formaban un bebedero incomparable.
– Ovejita triste: para soportar golpes y desprecios, mejor estarías en los cerros, sin pastor que te trasquile y sin colegas blancas que te joroben la vida.
– Pero si yo me fugo de aquí, me vas a comer en cualquier matorral.
– Ovejita mal pensada –contestó el felino, haciéndose el disgustado–. Inténtalo y te convencerás de que nunca has tenido mejor amigo, te doy mi palabra. Además, para tu tranquilidad te informo que la carne de cordero se me indigesta: lo mismo debe pasar con la de oveja.
Entonces la ovejita negra pensó que aquella propuesta se la hacía, de la mejor buena fe, un poderoso señor, instalado en espléndida casa, a la entrada del páramo. Y ya sin la menor desconfianza, se escapó del corral de tablas y del potrero cercado con alambre de púas, y se perdió en los charrascales del cerro en donde, en verdad, no escaseaba el pasto.
Las primeras noches tuvo miedo de la soledad y del tigre, pero después de una semana comenzó a gozar de los privilegios de su nueva vida. Saltaba alegre debajo de los tunos, se echaba al sol en los gramales, se quedaba dormida junto a la quebrada, oyendo el rumor del agua, y se paraba a balar en lo más alto del cerro, como proclamándole al mundo su contento.
Una mañana se encontró con el tigre, que la saludó de esta manera:
– Buenos días, doña ovejita distinta. Y te digo así porque en poco tiempo de buena vida eres realmente otra. Antes impresionabas por lo flaca y desmirriada. Ahora luces gorda, imponente, hermosa. Además de que en el balido se te notan la salud y el buen genio.
– En realidad me siento distinta de lo que era –contestó la oveja.
Y eso, ¿a quién se lo debes?
– A ti, buen amigo.
– Es apenas justo que lo reconozcas –observó el tigre–. Y agregó:
– Valdría la pena que te vieran las otras ovejas: las que se quedaron en el fétido corral.
– Estoy seguro de que se morirían de envidia.
No se necesita mucha malicia para adivinar que esa misma tarde la oveja fue a visitar a sus antiguas compañeras, sin pasar, naturalmente, la cerca de púas.
– ¡Qué llena y fuerte estás! –le dijo la oveja que más la mortificaba con los topones.
– Es increíble tu cambio –le confesó la oveja madre–. Me parece que ahora eres la mejor de la familia.
– ¡Qué doncellota estás! –fue el piropo del carnero que nunca antes había puesto en ella los ojos.
– Que te ves muy bien ni lo dudo, observó la oveja de ojos claros que por el exceso de lana era llamada La Mechuda. Ahora, lo importante es saber a qué se debe tan ventajoso cambio.
– A la vida libre del cerro, a la hierba fresca y al agua limpia disfrutada a voluntad, explicó la oveja.
– Y ¿el tigre? –preguntaron con afán más de dos baladoras a la vez.
– Esos temores los han creado los chismes del pastor, para que no nos alejemos del potrero –respondió la aventurera–. Puedo jurar que el tigre es un buen amigo nuestro. Si les dijera que justamente es él quien me indica en dónde están los mejores pastos, ustedes no lo creerían.
– La conducta del tigre con nuestra hermana negra me parece bastante sospechosa. Yo no me movería de aquí –afirmó La Mechuda, cuyos reparos pusieron recelosas a muchas ovejas.
Habló así, entonces, La Motosa, la de los rulos en la lana, que por continuo mirar a las lejanías de los páramos tenía fama de clarividente:
– No niego que el tigre sea uno de los riesgos de la libertad: pero, ¿qué es preferible: la pradera abierta con tigre o el corral perpetuo?
Después de este concepto, la oveja negra no tuvo necesidad de aclarar que al tigre le hacía daño la carne de cordero, porque dejando a La Mechuda con su desconfianza, el resto del rebaño atropelló la cerca dé alambre y se perdió por los cerros en busca de pastos en flor.
No es difícil imaginar que las ovejitas estuvieron muy contentas durante los primeros días de hierba fresca y de libertad; pero no así cuando comenzaron a notar que ciertas madrugadas desaparecía una de ellas y cada vez el tigre se volvía más gordo y dormilón.
Y colorín colorado, que este cuento se ha acabado.

El niño perdido

Hubo hace muchísimos años un gran señor que poseía incalculables riquezas, pero no era feliz por carecer de heredero a quien legárselas a su fallecimiento.
Así llegó a la madurez, sintiéndose cada día más viejo y en este estado de ánimo acudía semanalmente a misa, acompañado de su esposa, para pedir a Dios que le concediera un hijo.
En esta triste situación permanecieron muchos años. Finalmente les nació un robusto niño, pero la noche anterior tuvo el padre un sueño extraño.
Parecióle ver un anciano que le predijo el nacimiento de un varón, anunciándole que debía procurar que no tocara el suelo con los pies antes de cumplir los doce años, si no quería que le sucedieran irreparables desgracias.
Innumerables nodrizas a quienes se le confió el cuidado del tierno infante, recibieron oportunas instrucciones para que no le permitieran tocar el suelo hasta llegar a la edad fijada.
Ya habían transcurrido once años y once meses desde el día de su nacimiento; aproximábase la fecha en que el maleficio fatal dejaría de existir.
Los padres, contentos, se proponían dar una fiesta para conmemorar el fausto suceso.
De repente, una mañana antes del cumpleaños, hubo un temblor de tierra y la nodriza que tenía en sus brazos al niño, asustada, lo dejó caer.
Cuando quiso recogerlo no lo encontró. Había desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra.
Atraídos por sus gritos y lamentaciones, acudieron los demás criados del castillo y poco después se presentó también el señor.
Muy alarmado, al observar la inquietud de los domésticos, preguntó dónde estaba su hijo, y la nodriza, temblando como las hojas del álamo y los ojos arrasados en lágrimas, le refirió lo sucedido.
Fácil es imaginarse la angustia del padre al ver desvanecerse en un instante sus más caras esperanzas. Inmediatamente despachó varios criados en todas direcciones, encargándoles que no volvieran sin su desaparecido hijo, rogó, suplicó, vertió el oro a manos llenas, prometió crecidas recompensas.
Pero todo fue inútil. La tierna criatura no pudo ser hallada. Había desaparecido, tal vez para siempre.
Pasó el tiempo. Un día el afligido padre se enteró de que en una de las más amplias salas del castillo percibíase al llegar la medianoche un rumor de pasos y el sonido inconfundible de quejas amargas exhaladas por una garganta humana.
Deseoso de averiguar la causa de aquella anomalía, con la intuición de que aquel descubrimiento podía llevarle tal vez al conocimiento de lo que tan ardientemente deseaba, hizo pregonar en todas las aldeas de sus dominios que entregaría trescientas coronas de oro a quien se atreviera a pasar una noche en el interior de la estancia de referencia.
No faltaron personas que se prestaron a hacer la prueba, pero ninguna llegó al fin. Cuando, a la medianoche, empezaban a percibirse los gemidos, todos salían disparados, prefiriendo conservar la vida pobres a arriesgarla por trescientas coronas.
De ese modo el noble castellano permanecía todavía en la duda de que el autor de aquellos gemidos fuese su hijo o alguna ánima en pena.
Sucedió, empero, que en las inmediaciones del castillo habitaba una pobre viuda, molinera de profesión y madre de tres hijas de notable hermosura.
Cuando a la humilde cabaña llegó la noticia de que el señor del castillo ofrecía trescientas monedas de oro a quien osara dormir una noche en la cámara donde se percibían los extraños ruidos, la hija mayor dijo a su madre:
- Creo, madre mía, que no tenemos nada que perder. Esas trescientas coronas aliviarían bastante nuestra miseria. ¿Por qué no me permites que pruebe?
La pobre madre vaciló, pero ante la insistencia de la hija, y sobre todo, atemorizada por los días de hambre que se le avecinaban, consintió al fin.
Al día siguiente, la mayor de las hijas de la molinera se encaminó resueltamente al castillo.
- Vengo a dormir esta noche en la cámara de los duendes – dijo al criado que salió a abrirle la puerta.
El mismo señor salió entonces a recibirla y le preguntó:
- ¿No te dará miedo, muchacha?
- ¡Bah! Más miedo me da el hambre. Lo único que os ruego es que me proporcionéis provisiones suficientes para hacerme una buena cena, pues tengo un apetito de avestruz.
El castellano ordenó que se le facilitara todo cuanto pidiera y la muchacha no se quedó corta, pues con los víveres que exigió se habrían podido confeccionar más de doce platos distintos.
Tan pronto como los tuvo en su poder, la garrida moza se encerró en la habitación, encendió una bueno hoguera, puso en ella agua a calentar y luego puso la mesa y se preparó la cama.
Lentamente fueron pasando las primeras horas de la velada. Finalmente dieron las doce, y, apenas hubo el reloj desgranado la última campanada de la medianoche, cuando la molinera percibió los pasos de alguien que se aproximaba.
Llena de temor, levantó la cabeza y se encontró con un adolescente que la miraba con fijeza y que le preguntó:
- ¿Para quién es esa ceno!
Ella repuso secamente:
- Para mí sola.
Nublóse de tristeza el pálido semblante del desconocido. Dirigió una nueva mirada pesarosa a la muchacha y, tras algunos instantes de mutismo, tornó a preguntar:
- ¿Para quién has servido la mesa?
- Para mí sola – contestó ella con la misma acritud que antes.
La frente del mancebo sé arrugó. Sus hermosos ojos azules se humedecieron. Con voz trémula, dijo interrogativamente:
- ¿Para quién has mullido esa cama?
A lo que ella respondió con la misma indiferencia egoísta:
- Para mí sola.
El desconocido se echó a llorar como una Magdalena, se retorció desesperadamente las manos y desapareció.
A la siguiente mañana, la mayor de las hijas de la molinera relató al noble castellano todo cuanto había sucedido durante la noche, sin hacer referencia a la penosa impresión que la sequedad de sus respuestas había producido al fantasma.
El desdichado padre pagó religiosamente las trescientas coronas y se regocijó en medio de su pesar por haber logrado descorrer un tanto el velo del impenetrable misterio.
Presentóse aquel atardecer la segunda de las hijas de la molinera que había recibido instrucciones de su hermana sobre lo ocurrido y conocía las preguntas que el aparecido había de hacerle.
El señor del castillo la acogió con grandes muestras de alegría y ordenó a sus criados que le facilitasen todo cuanto apeteciera. Inmediatamente se trasladó ella a la sala, encendió una buena fogata, puso a hervir sus pucheros, cubrió la mesa con albo mantel y, mientras se hacía la cena, mullió cuidadosamente el colchón de la cama.
Al dar la medianoche notó los pasos del desconocido, que se aproximó a ella, sin que la hija de la molinera experimentara el menor temor, y le preguntó:
- ¿Para quién has hecho esa cena?
- Para mí sola – respondió ella con la misma sequedad que su hermana.
Con profunda tristeza retratada en su hermoso semblante continuó preguntando el doncel:
- ¿Para quién has servido era mesa?
- Para mí sola – contestó la muchacha sin volver la cabeza.
El mancebo lanzó un suspiro melancólico.
- ¿Para quién has mullido esa cama?
- Para mí sola.
Retorcióse desesperado las manos el desconocido y desapareció.
Cuando la segunda de las hijas de la molinera refirió al noble castellano cuanto había visto y oído, éste le entregó las trescientas coronas estipuladas y quedó ensimismado en profundos reflexiones.
Pero aquella misma tarde se presentó en el castillo la tercera y más joven de las hijas de la molinera, que se ofreció a pasar la noche en la cámara de los misterios, después de haber obtenido la aprobación de su madre, no sin gran trabajo, pues aquélla amaba a su hija menor mucho más que a sus hermanas.
El señor del castillo la recibió con tanta deferencia como a las mayores y dispuso que se le diese lo suficiente para dar de comer a seis personas, eligiendo él mismo los manjares, y entregándole un servicio completo de platos y cubiertos para dos personas.
La muchacha penetró en la estancia encendió el fuego y puso las vituallas a calentar, haciendo entretanto la cama.
Mientras terminaba de hacerse la cena, la muchacha puso sobre la mesa un rico mantel, y encima de éste los platos, los cubiertos y las servilletas, así como los vasos.
Lenta, muy lentamente, sonaron las doce campanadas de la medianoche. Inmediatamente se percibió un ruido extraño, rumores de pasos, suspiros entrecortados, quejas, llantos…
Asustada, la molinerita miró en torno suyo, pero no vio a nadie. Ya iba a lanzar un grito de espanto, por miedo a lo sobrenatural, cuando distinguió de repente a un pálido mancebo que la miraba con tristes ojos.
Ella le sonrió entonces y lo invitó a sentarse un gesto, pero él, antes de aceptar, le preguntó:
- ¿Para quién es esa cena que preparas?
- Para nosotros dos – respondió la muchacha sin vacilar.
- ¿Para quién has puesto esa mesa?
- Para nosotros dos. ¿No ves acaso los dos cubiertos?
El mancebo, con los ojos brillantes de alegría continuó preguntando:
- ¿Para quién es esa cama?
- Para ti solo. Yo dormiré en una silla.
Trémulo de júbilo, el joven se arrodilló a los pies de la molinerita y cubrió de besos sus manos.
- ¡Gracias, muchas gracias! – exclamó.
Luego se levantó y añadió:
- Pero antes de cenar tengo que transmitir mi reconocimiento a mis bienhechores.
Un soplo de aire fresco inundó de repente la habitación. En el centro de ésta se había abierto una trampilla por la cual se apresuró a descender el desconocido, pero la joven molinera, que se sentía invadida por la curiosidad, se agarró al extremo de su capa y bajó detrás de él.
Llegaron al fondo y allí se desplegó ante los ojos de la muchacha un mundo extraño.
Corría a su diestra un río de oro líquido, mientras que a su siniestra se alzaban colinas del mismo resplandeciente metal. Frente a ella se extendía una pradera vastísima, esmaltada con césped de un verdor deslumbrante y flores policromas.
A medida que avanzaba el desconocido seguíalo la joven a muy poca distancia, procurando que él no la descubriese.
Vióle ella saludar a las flores del prado, con tanta deferencia y cariño como si fuesen antiguas conocidas, besando a algunas, acariciando a otras, despidiéndose de ellas con frases amorosas y lisonjeras.
Finalmente penetraron en una selva cuyos árboles eran de oro macizo. Multitud de pájaros de todas clases y colores empezaron a lanzar armoniosos trinos cuando distinguieron al pálido mancebo, revoloteando alrededor de él y posándose familiarmente en su cabeza y hombros, mientras él acariciaba a las lindas avecinas.
La molinerita quebró una de las ramas de un árbol y se la guardó en el pecho para tener un recuerdo de aquel reino de maravilla.
Pasaron de la selva de oro a otra cuyos árboles eran todos de plata. Infinidad de animales de todas especies saludaron con grandes muestras de alegría la llegada del mancebo, acercándose a recibir sus caricias.
Él les dirigió la palabra a cada uno de ellos, pasándoles las manos por sus lustrosos lomos, mientras que la molinera, aprovechando el ruido que formaban con sus voces, quebró una de las argentados ramas y se la guardó junto con la otra.
- Así me creerán mis hermanas cuando les cuente todas las preciosidades que he visto esta noche – se dijo.
Cuando el doncel se hubo despedido de todos sus amigos, volvió sobre sus pasos por el mismo sendero que tomara a la ida.
La doncella regresó detrás de él, sin que el muchacho se diese cuenta de su presencia.
Cuando el joven se volvió hacia la chimenea, la doncella estaba sentada ya a la mesa y le hacía señas de que se acercara.
- Ya me he despedido de todos mis amigos – dijo él con voz alegre.- Ahora vamos a cenar.
Cuando hubieron aplacado su apetito, propuso el muchacho:
- ¿No crees que es hora de descansará?
Ella sonrió y repuso:
- Descansa tú. Yo me acomodaré en una silla junto a la chimenea y dormitaré un poco. Ya no tardará mucho en amanecer.
- Nada de eso – contestó él, alegremente. – Seré yo quien se coloque junto al fuego. Tú dormirás en la cama. Si te hice la pregunta fue para probar tus sentimientos.
La molinerita se dejó caer, vestida, en el blando lecho, mientras que el desconocido, tomando una silla, se sentó junto a la chimenea, lanzando de vez en cuando miradas amorosas a la muchacha, que no tardó en dormirse apaciblemente.
Ya había avanzado mucho la mañana y el noble castellano no podía contener su impaciencia, pues la hija de la molinera no se había presentado todavía a cobrar su pago.
Inquieto, se dirigió a la sala y abrió la puerta.
Dos exclamaciones de alegría sonaron al unísono.
- ¡Hijo mío!
- ¡Padre!
Emocionados, se abrazaron llorando.
La molinera se despertó, levantóse apresuradamente y las dos ramas que cortara durante su visita al país maravilloso cayeron al suelo con metálico ruido,
El joven se volvió hacia ella, y, al ver las dos ramas, le dijo asombrado:
- ¿Me seguiste hasta allá, pícara?
Ruborizada, ella no respondió.
- Pues bien – añadió él, – esas dos ramas se convertirán en dos palacios, uno de los cuales habitaremos nosotros cuando nos casemos y en el otro vivirá tu familia.
Y así sucedió.
Los dos jóvenes contrajeron matrimonio dos días después, siendo invitados a la boda todos los habitantes del lugar, que todavía recuerdan alborozados el pantagruélico banquete que se sirvió.
Yo, como era pequeñito, me quedé aquella noche solo en la cama, por lo que pasé un miedo terrible.


UNA MONEDA DE ¡AY!

Tenía un caballero un criado nuevo, un mozo llamado Pedro que parecía un poco tonto. Para burlarse de él, le dio dos monedas y le dijo:
- “Pedro, vete al mercado y cómprame una moneda de uvas y otra de ¡ay!”
El pobre mozo compró las uvas, pero cada vez que pedía una moneda de ¡ay! todos se reían y mofaban de él.
Al darse cuenta de la burla de su amo, puso las uvas en el fondo de una bolsa y sobre las uvas un manojo de ortigas.
Cuando regresó a su casa, le dijo su amo:
- “¿Lo traes todo?”
Contestó el mozo:
- “Sí, señor, está todo en la bolsa”
El caballero extrañado metió rápidamente la mano y al tocar las ortigas, exclamó:
- “¡Ay!”
A lo que dijo el mozo:
- “Debajo están las uvas, señor”

El lobo con piel de hombre

Era una de esas tardes en las que nada había que hacer y la loba paseaba con su cachorro inquieto en busca de alimento. Se resguardaron bajo unos matorrales y esperaron que sigiloso pasara el cazador que olfatearan minutos antes.
El frío cañón del arma se asomó entre la enramada y las botas del hombre castigaban con su peso, las hojas secas que se negaban a gritar. caminó un poco, encendió su cigarro y esperó. El cachorro indignado preguntó a su astuta madre:
-Mamá, la grama verde y generosa tiene un enemigo: las ovejas, que se alimentan de ella para sobrevivir, hasta el día de su muerte. Las ovejas tienen un enemigo, nosotros, los lobos, que nos alimentamos de ellas cuando es posible, hasta el día de nuestra muerte. Nosotros tenemos un enemigo: el hombre, que quema nuestros bosques, nos pone dolorosas trampas y mata a los de nuestra especie por deporte o por ignorancia, hasta el día de su muerte. Pero madre, tiene el hombre un enemigo?
La loba clavó su mirada fría en el hijo amado y respondió:
-Hijo mío, el enemigo del hombre, es el hombre, hasta el día de su muerte

La princesa de jazmín

La princesa tenía un jazmín que vivía con su mismo aliento. Se lo había regalado la luna.
La princesa tenía ocho o nueve años pero nunca la habían dejado salir sola de palacio. Y tampoco la llevaban donde ella quería.
Un día dijo a su flor:
– Jazmín, yo quiero ir a jugar con la hija del carbonero sin que lo sepa nadie.
– Ve, niña, si así lo quieres. Yo te guardaré la voz mientras vuelves.
La niña salió dando saltos. El carbonero vivía al principio del bosque.
Pronto la Reina echó de menos a su hija y la llamó:
– Margarita, ¿dónde estás?
– Aquí, mamá –dijo el Jazmín imitando la voz de la princesa.
Pasó un rato y la Reina volvió a llamar:
– Margarita, ¿dónde estás?
– Aquí, mamá –contestó el Jazmín.
El principito, hermano de Margarita, llegó del jardín. Era mayor que su hermana y ya cuidaba de ella.
– Mamá ¿no está Margarita?
– Sí, hijo.
– ¿Dónde?
La Reina llamó a su hija y el jazmín contestó como siempre.
El príncipe se dirigió al lugar de donde venía la voz pero no vio a nadie.
La Reina repitió la llamada y el jazmín contestó. Pero pudieron comprobar que la niña no estaba, ni allí ni en ninguna parte.
Avisaron al Rey. Vinieron los cortesanos. Llegaron los guardias y los criados. Todo el palacio se puso en movimiento. Había que encontrar a la niña. La gente corría de un lado para otro en medio de la mayor confusión. La Reina lloraba. El Rey se mesaba los cabellos.
La Reina volvió a llamar esperanzada.
– Margarita, ¿dónde estás, hija?
– Aquí, mamá.
Se dieron cuenta de que la voz salía de la flor.
El Rey dijo que echaran el jazmín al fuego porque debía estar embrujado; pero la princesa llegó a tiempo para recogerlo.
Su hermano le dijo autoritario:
– ¡Entrega esa flor!
– ¡No la doy! Es mi jazmincito. Me lo regaló la luna. –Y lo apretó contra el pecho.
– Una flor que habla tiene que estar hechizada –dijo un palaciego.
– No la doy.
El Rey ordenó:
– Quitadle la flor a viva fuerza.
Y la niña, rápidamente, se la tragó. El jazmín, no se sabe cómo, se le aposentó en el corazón. Allí lo sentía la niña.
Todos lloraban porque decían que la princesa se había tragado un misterio. Y que vendrían muchos males a ella y al Reino. Pero no. Sólo que, a la Princesa Margarita, se le quedó para toda la vida la voz perfumada.
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El hombre que se creia muerto

Había un señor muy aprensivo respecto de sus propias enfermedades y sobre todo, muy temeroso del día en que le llegara la muerte.
Un día, entre tantas ideas locas, se le ocurrió que quizás él ya estaba muerto. Entonces le preguntó a su mujer:
-Dime mujer ¿no estaré muerto yo?
La mujer rió y le dijo que se tocara las manos y los pies.
- ¿Ves? ¡están tibios! Bien, eso quiere decir que estás vivo. Si estuvieras muerto, tus manos y tus pies estarían helados.
Al hombre le sonó muy razonable la respuesta y se tranquilizó.
Pocas semanas después, el hombre salió bajo la nieve a hachar algunos árboles. Cuando llegó al bosque se sacó los guantes y comenzó a hachar. Sin pensarlo, se pasó, la mano por la frente y notó que sus manos estaban frías. Acordándose de lo que le había dicho su esposa, se quitó los zapatos y las medias, y confirmó con horror que sus pies también estaban helados.
En ese momento ya no le quedó ninguna duda, se “dió cuenta” que estaba muerto.
- No es bueno que un muerto ande por ahí hachando árboles- se dijo. Así que dejó el hacha al lado de su mula y se tendió quieto en el piso helado, las manos en cruz sobre el pecho y los ojos cerrados.
A poco de estar tirado en el piso, una jauría comenzó a acercarse a las alforjas donde estaban las provisiones. Al ver que nada los paraba, destrozaron las alforjas y devoraron todo lo que había de comestible.
El hombre pensó:
- Suerte que tienen que estoy muerto que si no, yo mismo los echaba a patadas.
La jauría siguió husmeando y descubrió al burro atado a un árbol. Fácil presa era de los filosos dientes de los perros. El burro chilló y coceó, pero el hombre sólo pensó qué lindo sería defenderlo, si no fuera porque él estaba muerto.
En algunos minutos dieron cuenta del burro, sólo unos pocos perros seguían royendo algún hueso. La jauría, insaciable, siguió rondando el lugar.
No pasó mucho tiempo hasta que uno de los perros olió el olor del hombre. Miró a su alrededor y vio al hachero tirado inmóvil en el piso. Se acercó lentamente (muy lentamente, porque el hombre era muy peligroso y engañador). En pocos instantes, todos los perros babeando sus fauces rodearon al hombre.
-Ahora me van a comer- pensó-. Si no estuviera muerto, otra sería la historia.
Los perros se acercaron …y viendo su inacción se lo comieron.

Mi fiel Juan-

Érase una vez un anciano Rey, se sintió enfermo y pensó: «Sin duda es mi lecho de muerte éste en el que yazgo». Y ordenó:
- Que venga mi fiel Juan.
Era éste su criado favorito, y le llamaban así porque durante toda su vida había sido fiel a su señor. Cuando estuvo al pie de la cama, díjole el Rey:
- Mi fidelísimo Juan, presiento que se acerca mi fin, y sólo hay una cosa que me atormenta: mi hijo. Es muy joven todavía, y no siempre sabe gobernarse con tino. Si no me prometes que lo instruirás en todo lo que necesita saber y velarás por él como un padre, no podré cerrar los ojos tranquilo.
- Os prometo que nunca lo abandonaré -le respondió el fiel Juan-; lo serviré con toda fidelidad, aunque haya de costarme la vida.
Dijo entonces el anciano Rey:
- Así muero tranquilo y en paz -. Y prosiguió: – Cuando yo haya muerto enséñale todo el palacio, todos los aposentos, los salones, los soterrados y los tesoros guardados en ellos. Pero guárdate de mostrarle la última cámara de la galería larga, donde se halla el retrato de la princesa del Tejado de Oro, pues si lo viera, se enamoraría perdidamente de ella, perdería el sentido, y por su causa se expondría a grandes peligros; así que guárdalo de ello.
Y cuando el fiel Juan hubo renovado la promesa a su Rey, enmudeció éste y, reclinando la cabeza en la almohada, murió.
Llevado ya a la sepultura el cuerpo del anciano Rey, el fiel Juan dio cuenta a su joven señor de lo que prometiera a su padre en su lecho de muerte, y añadió:
- Lo cumpliré puntualmente y te guardaré fidelidad como se la guardé a él, aunque me hubiera de costar la vida.
Celebráronse las exequias, pasó el período de luto, y entonces el fiel Juan dijo al Rey:
- Es hora de que veas tu herencia; voy a mostrarte el palacio de tu padre.
Y lo acompañó por todo el palacio, arriba y abajo, y le hizo ver todos los tesoros y los magníficos aposentos; sólo dejó de abrir el que guardaba el peligroso retrato. Éste se hallaba colocado de tal modo que se veía con sólo abrir la puerta, y era de una perfección tal que parecía vivir y respirar, y que en el mundo entero no podía encontrarse nada más hermoso ni más delicado.
Pero al joven Rey no se le escapó que el fiel Juan pasaba muchas veces por delante de esta puerta sin abrirla, y, al fin, le preguntó:
- ¿Por qué no la abres nunca?
- Es que en esta pieza hay algo que te causaría espanto ­respondióle el criado. Mas el Rey le replicó:
-He visto todo el palacio y quiero también saber lo que hay ahí dentro, y, dirigiéndose a la puerta, trató de forzarla.
El fiel Juan lo retuvo y le dijo:
- Prometí a tu padre, antes de morir, que no verías lo que hay en este cuarto; nos podría traer grandes desgracias, a ti y a mí.
- Al contrario -replicó el joven Rey-. Si no entro, mi perdición es segura. No descansaré ni de día ni de noche hasta que lo haya contemplado con mis propios ojos. No me muevo de aquí hasta que me abras esta puerta.
Entonces comprendió el fiel Juan que no había otro remedio, y con el corazón en el puño y muchos suspiros sacó la llave del gran manojo. Cuando tuvo la puerta abierta, entró el primero con intención de tapar el cuadro, para que el Rey no lo viera. Pero, ¿de qué le sirvió? El Rey, poniéndose de puntillas, miró por encima de su hombro, y al ver el retrato de la doncella, resplandeciente de oro y piedras preciosas, cayó al suelo sin sentido. Levantólo el fiel Juan y lo llevó a su cama, pensando. con gran angustia:
«El mal está hecho. ¡Dios mío!, ¿qué pasará ahora?». Y le dio vino para reanimarlo. Vuelto en sí el Rey, sus primeras palabras fueron:
- ¡Ay!, ¿de quién es este retrato tan hermoso? – Es la princesa del Tejado de Oro -respondióle el fiel criado. Y el Rey:
- Es tan grande mi amor por ella, que si todas las hojas de los árboles fuesen lenguas, no bastarían para expresarle. Mi vida pondré en juego para alcanzarla, y tú, mi leal Juan, debes ayudarme a conseguirlo.
El fiel criado estuvo cavilando largo tiempo sobre la manera de emprender el negocio. pues sólo el llegar a presencia de la princesa era ya muy difícil. Finalmente, se le ocurrió un medio, y dijo a su señor:
- Todo lo que tiene a su alrededor es de oro: mesas, sillas, fuentes, vasos, tazas y todo el ajuar de la casa. En tu tesoro hay cinco toneladas de oro-, manda que den una a los orfebres del reino, y con ella fabriquen toda clase de vasos y utensilios, toda suerte de aves, alimañas y animales fabulosos; esto le gustará; con ello nos pondremos en camino, a probar fortuna.
El Rey hizo venir a todos los orfebres del país, los cuales trabajaron sin descanso hasta terminar aquellos preciosos objetos. Luego fue cargado todo en un barco, y el fiel Juan y el Rey se vistieron de mercaderes para no ser conocidos de nadie. Luego se hicieron a la mar, y navegaron hasta arribar a la ciudad donde vivía la princesa del Tejado de Oro. El fiel Juan pidió al Rey que permaneciese a bordo y aguardase su vuelta:
- A lo mejor vuelvo con la princesa -dijo-. Procurarás, pues, que todo esté bien dispuesto y ordenado, los objetos de oro a la vista y el barco bien empavesado.
Se llenó el cinto de toda clase de objetos preciosos, desembarcó y encaminóse al palacio real. Al entrar en el patio vio junto al pozo a una hermosa muchacha ocupada en llenar de agua dos cubos de oro. Al volverse para llevarse el agua que reflejaba los destellos del oro, vio al extranjero y le preguntó quién era. Respondióle éste:
- Soy un mercader – y, abriendo su cinturón, le mostró lo que contenía.
- ¡Oh, qué lindo! -exclamó ella, y, dejando los cubos en el suelo, se puso a examinar las joyas una por una. Luego dijo: -Es necesario que la princesa lo vea; le gustan tanto las cosas de oro, que, sin duda, os las comprará todas.
Y, cogiendo al hombre de la mano, condújolo al interior del palacio, pues era la camarera principal. Cuando la hija del Rey vio aquellas maravillas, se puso muy contenta y exclamó:
- Está tan primorosamente trabajado, que te lo compro todo.
A lo que respondió el fiel Juan:
- Yo no soy sino el criado de un rico mercader. No es nada lo que traigo aquí en comparación de lo que mi amo tiene en el barco: lo más bello y precioso que jamás se haya hecho en oro.
Pidióle ella que se lo llevaran a palacio, pero él contestó:
- Hay tantísimas cosas, que precisarían muchos días y más salas que vuestro palacio tiene.
- Estas palabras sólo sirvieron para estimular la curiosidad de la princesa, la cual dijo al fin:
- Acompáñame al barco, quiero ir yo misma a ver los tesoros de tu amo.
El fiel Juan, muy contento, la condujo entonces al barco, y cuando el Rey la vio, parecióle que su hermosura era todavía mayor que la del retrato, y el corazón empezó a latirle con tal violencia que se lo sentía a punto de estallar. Subió la princesa a bordo, y el Rey la acompañó al interior de la nave; pero el fiel Juan se quedó junto al piloto y le dio orden de zarpar:
- ¡Despliega todas las velas, para que el barco vuele más veloz que un pájaro!
Entretanto, el Rey mostraba a la princesa la vajilla de oro, pieza por pieza: fuentes, vasos y tazas, así como las aves y los animales silvestres y prodigiosos. Transcurrieron muchas horas así, y la princesa, absorta y arrobada, no se dio cuenta de que el barco se había hecho a la mar. Cuando ya lo hubo contemplado todo, dio las gracias al mercader y se dispuso a regresar a palacio-, pero al subir a cubierta vio que estaba muy lejos de tierra y que el buque navegaba a toda vela:
- ¡Ay de mí! -exclamó-. ¡Me han traicionado, me han raptado! ¡Estoy en manos de un mercader! ¡Mil veces morir!
Pero el Rey, tomándole la mano, le dijo:
- Yo no soy un comerciante, sino un Rey, y de nacimiento no menos ilustre que el tuyo. Si te he raptado con un ardid, ha sido por el inmenso amor que te tengo. Es tan grande, que la primera vez que vi tu retrato caí al suelo sin sentido-. Estas palabras apaciguaron a la princesa, y como ya sentía afecto por el Rey, aceptó de buen grado ser su esposa.
Ocurrió, empero, mientras se hallaban aún en alta mar, que el fiel Juan, sentado en la proa del barco tocando un instrumento musical, vio en el aire tres cuervos que llegaban volando. Dejó entonces de tocar y se puso a escuchar su conversación, pues entendía su lenguaje.
Dijo uno:
- ¡Fíjate! se lleva a su casa a la princesa del Tejado de Oro.
- Sí -respondió el segundo-. Pero aún no es suya.
Y el tercero:
- ¿Cómo que no es suya? Si va con él en el barco.
Volviendo a tomar la palabra el primero, dijo:
- ¡Qué importa! En cuanto desembarquen se le acercará al trote un caballo pardo, y él querrá montarlo; pero si lo hace, volarán ambos por los aires, y nunca más volverá el Rey a ver a su princesa.
Dijo el segundo:
- ¿Y no hay ningún remedio?
- Sí, lo hay: si otro se adelanta a montarlo y, con una pistola que va en el arzón del animal, lo mata de un tiro. Sólo de ese modo puede salvarse el Rey; pero, ¿quién va a saberlo? Y si alguien lo supiera y lo revelara, quedaría convertido en piedra desde las puntas de los pies hasta las rodillas.
Habló entonces el segundo:
- Todavía sé más. Aunque maten el caballo, tampoco tendrá el Rey a su novia. Cuando entren juntos en palacio, encontrarán en una bandeja una camisa de boda, que parecerá tejida de oro y plata, pero que en realidad será de azufre y pez. Si el Rey se la pone, se consumirá y quemará hasta la medula de los huesos.
Preguntó el tercero:
- ¿Y no hay ningún remedio?
- Sí, lo hay -contestó el otro-. Si alguien coge la camisa con guantes y la arroja al fuego, el Rey se salvará. ¡Pero eso de qué sirve! Si alguno lo sabe y lo dice al Rey, quedará convertido en piedra desde las rodillas hasta el corazón.
Intervino entonces el tercero:
- Pues yo sé más todavía. Aunque se queme la camisa, tampoco el Rey tendrá a su novia. Cuando, terminada la boda, empiece la danza y la joven reina salga a bailar, palidecerá de repente y caerá como muerta. Si no acude nadie a levantarla enseguida y no le sorbe del pecho derecho tres gotas de sangre y las vuelve a escupir inmediatamente, la reina morirá. Pero quien lo sepa y lo diga quedará convertido en estatua de piedra, desde la punta de los pies a la coronilla.
Después de haber hablado así, los cuervos remontaron el vuelo, y el fiel Juan, que lo había oído y comprendido todo, permaneció desde entonces triste y taciturno; pues si callaba, haría desgraciado a su señor, y si hablaba, lo pagaría con su propia vida. Finalmente, se dijo, para sus adentros: «Salvaré a mi señor, aunque yo me pierda».
Al desembarcar sucedió lo que predijera el cuervo. Un magnífico alazán acercóse al trote:
- ¡Ea! -exclamó el Rey-. Este caballo me llevará a palacio.
Y se disponía a montarlo cuando el fiel Juan, anticipándose, subióse en él de un salto y, sacando la pistola del arzón, abatió al animal de un tiro. Los servidores del Rey, que tenían ojeriza al fiel Juan, prorrumpieron en gritos:
- ¡Qué escándalo! ¡Matar a un animal tan hermoso, que debía conducir al Rey a palacio!
Pero el monarca dijo:
- Callaos y dejadle hacer. Es mi fiel Juan. Él sabrá por qué lo hace.
Al llegar al palacio y entrar en la sala, puesta en una bandeja, apareció la camisa de boda, resplandeciente como si fuese tejida de oro y plata. El joven Rey iba ya a cogerla, pero el fiel Juan, apartándolo y cogiendo la prenda con manos enguantadas, la arrojó rápidamente al fuego y estuvo vigilando hasta que la vio consumida. Los demás servidores volvieron a desatarse en murmuraciones:
- ¡Fijaos, ahora ha quemado la camisa de boda del Rey!
Pero éste dijo:
- ¡Quién sabe por qué lo hace! Dejadlo, que es mi fiel Juan.
Celebróse la boda, y empezó el baile. La novia salió a bailar; el fiel Juan no la perdía de vista, mirándola a la cara. De repente palideció y cayó al suelo como muerta. Juan se lanzó sobre ella, la cogió en brazos y la llevó a una habitación; la depositó sobre una cama, y, arrodillándose, sorbió de su pecho derecho tres gotas de sangre y las escupió seguidamente. Al instante recobró la Reina el aliento y se repuso; pero el Rey, que había presenciado la escena y desconocía los motivos que inducían al fiel Juan a obrar de aquel modo, gritó lleno de cólera:
- ¡Encerradlo en un calabozo!
Al día siguiente, el leal criado fue condenado a morir y conducido a la horca. Cuando ya había subido la escalera, levantó la voz y dijo:
- A todos los que han de morir se les concede la gracia de hablar antes de ser ejecutados. ¿No se me concederá también a mí este derecho?
- Sí -dijo el Rey-. Te lo concedo-. Entonces el fiel Juan habló de esta manera:
- He sido condenado injustamente, pues siempre te he sido fiel.
Y explicó el coloquio de los cuervos que había oído en alta mar y cómo tuvo que hacer aquellas cosas para salvar a su señor. Entonces exclamó el Rey:
- ¡Oh, mi fidelísimo Juan! ¡Gracia, gracia! ¡Bajadlo!
Pero al pronunciar la última palabra, el leal criado había caído sin vida, convertido en estatua de piedra.
El Rey y la Reina se afligieron en su corazón.
- ¡Ay de mí! -se lamentaba el Rey-. ¡Qué mal he pagado su gran fidelidad!
Y, mandando levantar la estatua de piedra, la hizo colocar en su alcoba, al lado de su lecho. Cada vez que la miraba, no podía contener las lágrimas, y decía:
- ¡Ay, ojalá pudiese devolverte la vida, mi fidelísimo Juan!
Transcurrió algún tiempo y la Reina dio a luz dos hijos gemelos, que crecieron y eran la alegría de sus padres. Un día en que la Reina estaba en la iglesia y los dos niños se habían quedado jugando con su padre, miró éste con tristeza la estatua de piedra y suspiró:
- ¡Ay, mi fiel Juan, si pudiese devolverte la vida!
Y he aquí que la estatua comenzó a hablar, diciendo:
- Sí, puedes devolverme a vida, si para ello sacrificas lo que más quieres.
A lo que respondió el Rey:
- ¡Por ti sacrificaría cuanto tengo en el mundo!
- Siendo así -prosiguió la piedra-, corta con tu propia mano la cabeza a tus hijos y úntame con su sangre. ¡Sólo de este modo volveré a vivir!
Tembló el Rey al oír que tenía que dar muerte a sus queridos hijitos; pero al recordar la gran fidelidad de Juan, que había muerto por él, desenvainó la espada y cortó la cabeza a los dos niños. Y en cuanto hubo rociado la estatua con su sangre, animóse la piedra y el fiel Juan reapareció ante él, vivo y sano, y dijo al Rey:
- Tu abnegación no quedará sin recompensa – y, cogiendo las cabezas de los niños, las aplicó debidamente sobre sus cuerpecitos y untó las heridas con su sangre. En el acto quedaron los niños lozanos y llenos de vida, saltando y jugando como si nada hubiese ocurrido.
El Rey estaba lleno de contento. Cuando oyó venir a la Reina, ocultó a Juan y a los niños en un gran armario. Al entrar ella, díjole:
- ¿Has rezado en la iglesia?
- Sí -respondió su esposa-, pero constantemente estuve pensando en el fiel Juan, que sacrificó su vida por nosotros.
Dijo entonces el Rey:
- Mi querida esposa, podemos devolverle la vida, pero ello nos costará sacrificar a nuestros dos hijitos.
Palideció la Reina y sintió una terrible angustia en el corazón; sin embargo, dijo:
- Se lo debemos, por su grandísima lealtad.
El rey, contento al ver que su esposa pensaba como él, corrió al armario y, abriéndolo, hizo salir a sus dos hijos y a Juan, diciendo:
- ¡Loado sea Dios; está salvado y hemos recuperado también a nuestros hijitos!
Y le contó todo lo sucedido. Y desde entonces vivieron juntos y felices hasta la muerte.
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La niña sin manos – Popular andaluz

A un molinero le iban mal las cosas, y cada día era más pobre; al fin, ya no le quedaban sino el molino y un gran manzano que había detrás. Un día se marchó al bosque a buscar leña, y he aquí que le salió al encuentro un hombre ya viejo, a quien jamás había visto, y le dijo:
- ¿Por qué fatigarte partiendo leña? Yo te haré rico sólo con que me prometas lo que está detrás del molino.
«¿Qué otra cosa puede ser sino el manzano?», pensó el molinero, y aceptó la condición del desconocido. Éste le respondió con una risa burlona:
- Dentro de tres años volveré a buscar lo que es mío -y se marchó.
Al llegar el molinero a su casa, salió a recibirlo su mujer.
- Dime, ¿cómo es que tan de pronto nos hemos vuelto ricos? En un abrir y cerrar de ojos se han llenado todas las arcas y cajones, no sé cómo y sin que haya entrado nadie.
Respondió el molinero:
- He encontrado a un desconocido en el bosque, y me ha prometido grandes tesoros. En cambio, yo le he prometido lo que hay detrás del molino. ¡El manzano bien vale todo eso!
- ¿Qué has hecho, marido? -exclamó la mujer horrorizada-. Era el diablo, y no se refería al manzano, sino a nuestra hija, que estaba detrás del molino barriendo la era.
La hija del molinero era una muchacha muy linda y piadosa; durante aquellos tres años siguió viviendo en el temor de Dios y libre de pecado. Transcurrido que hubo el plazo y llegado el día en que el maligno debía llevársela, lavóse con todo cuidado, y trazó con tiza un círculo a su alrededor. Presentóse el diablo de madrugada, pero no pudo acercársele y dijo muy colérico al molinero:
- Quita toda el agua, para que no pueda lavarse, pues de otro modo no tengo poder sobre ella.
El molinero, asustado, hizo lo que se le mandaba. A la mañana siguiente volvió el diablo, pero la muchacha había estado llorando con las manos en los ojos, por lo que estaban limpísimas. Así tampoco pudo acercársele el demonio, que dijo furioso al molinero:
- Córtale las manos, pues de otro modo no puedo llevármela.
- ¡Cómo puedo cortar las manos a mi propia hija! -contestó el hombre horrorizado. Pero el otro le dijo con tono amenazador:
- Si no lo haces, eres mío, y me llevaré a ti.
El padre, espantado, prometió obedecer y dijo a su hija: – Hija mía, si no te corto las dos manos, se me llevará el demonio, así se lo he prometido en mi desesperación. Ayúdame en mi desgracia, y perdóname el mal que te hago.
- Padre mío -respondió ella-, haced conmigo lo que os plazca; soy vuestra hija.
Y, tendiendo las manos, se las dejó cortar. Vino el diablo por tercera vez, pero la doncella había estado llorando tantas horas con los muñones apretados contra los ojos, que los tenía limpísimos. Entonces el diablo tuvo que renunciar; había perdido todos sus derechos sobre ella.
Dijo el molinero a la muchacha:
- Por tu causa he recibido grandes beneficios; mientras viva, todos mis cuidados serán para ti.
Pero ella le respondió:
- No puedo seguir aquí; voy a marcharme. Personas compasivas habrá que me den lo que necesite.
Se hizo atar a la espalda los brazos amputados, y, al salir el sol, se puso en camino. Anduvo todo el día, hasta que cerró la noche. Llegó entonces frente al jardín del Rey, y, a la luz de la luna, vio que sus árboles estaban llenos de hermosísimos frutos; pero no podía alcanzarlos, pues el jardín estaba rodeado de agua. Como no había cesado de caminar en todo el día, sin comer ni un solo bocado, sufría mucho de hambre y pensó: «¡Ojalá pudiera entrar a comer algunos de esos frutos! Si no, me moriré de hambre». Arrodillóse e invocó a Dios, y he aquí que de pronto apareció un ángel. Éste cerró una esclusa, de manera que el foso quedó seco, y ella pudo cruzarlo a pie enjuto. Entró entonces la muchacha en el jardín, y el ángel con ella. Vio un peral cargado de hermosas peras, todas las cuales estaban contadas. Se acercó y comió una, cogiéndola del árbol directamente con la boca, para acallar el hambre, pero no más. El jardinero la estuvo observando; pero como el ángel seguía a su lado, no se atrevió a intervenir, pensando que la muchacha era un espíritu; y así se quedó callado, sin llamar ni dirigirle la palabra. Comido que hubo la pera, la muchacha, sintiendo el hambre satisfecha, fue a ocultarse entre la maleza.
El Rey, a quien pertenecía el jardín, se presentó a la mañana siguiente, y, al contar las peras y notar que faltaba una, preguntó al jardinero qué se había hecho de ella. Y respondió el jardinero:
- Anoche entró un espíritu, que no tenía manos, y se comió una directamente con la boca.
- ¿Y cómo pudo el espíritu atravesar el agua? -dijo el Rey-. ¿Y adónde fue, después de comerse la pera?
- Bajó del cielo una figura, con un vestido blanco como la nieve, que cerró la esclusa y detuvo el agua, para que el espíritu pudiese cruzar el foso. Y como no podía ser sino un ángel, no me atreví a llamar ni a preguntar nada. Después de comerse la pera, el espíritu se retiró.
- Si las cosas han ocurrido como dices -declaró el Rey-, esta noche velaré contigo.
Cuando ya oscurecía, el Rey se dirigió al jardín, acompañado de un sacerdote, para que hablara al espíritu. Sentáronse los tres debajo del árbol, atentos a lo que ocurriera. A medianoche se presentó la doncella, viniendo del boscaje, y, acercándose al peral, comióse otra pera, alcanzándola directamente con la boca; a su lado se hallaba el ángel vestido de blanco. Salió entonces el sacerdote y preguntó:
- ¿Vienes del mundo o vienes de Dios? ¿Eres espíritu o un ser humano?
A lo que respondió la muchacha:
- No soy espíritu, sino una criatura humana, abandonada de todos menos de Dios.
Dijo entonces el Rey:
- Si te ha abandonado el mundo, yo no te dejaré.
Y se la llevó a su palacio, y, como la viera tan hermosa y piadosa, se enamoró de ella, mandó hacerle unas manos de plata y la tomó por esposa.
Al cabo de un año, el Rey tuvo que partir para la guerra, y encomendó a su madre la joven reina, diciéndole:
- Cuando sea la hora de dar a luz, atendedla y cuidadla bien, y enviadme en seguida una carta.
Sucedió que la Reina tuvo un hijo, y la abuela apresuróse a comunicar al Rey la buena noticia. Pero el mensajero se detuvo a descansar en el camino, junto a un arroyo, y, extenuado de su larga marcha, se durmió. Acudió entonces el diablo, siempre dispuesto a dañar a la virtuosa Reina, y trocó la carta por otra, en la que ponía que la Reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el Rey leyó la carta, espantóse y se entristeció sobremanera; pero escribió en contestación que cuidasen de la Reina hasta su regreso.
Volvióse el mensajero con la respuesta, y se quedó a descansar en el mismo lugar, durmiéndose también como a la ida. Vino el diablo nuevamente, y otra vez le cambió la carta del bolsillo, sustituyéndola por otra que contenía la orden de matar a la Reina y a su hijo. La abuela horrorizóse al recibir aquella misiva, y, no pudiendo prestar crédito a lo que leía, volvió a escribir al Rey; pero recibió una respuesta idéntica, ya que todas las veces el diablo cambió la carta que llevaba el mensajero. En la última le ordenaba incluso que, en testimonio de que había cumplido el mandato, guardase la lengua y los ojos de la Reina.
Pero la anciana madre, desolada de que hubiese de ser vertida una sangre tan inocente, mandó que por la noche trajesen un ciervo, al que sacó los ojos y cortó la lengua. Luego dijo a la Reina:
- No puedo resignarme a matarte, como ordena el Rey; pero no puedes seguir aquí. Márchate con tu hijo por el mundo, y no vuelvas jamás.
Atóle el niño a la espalda, y la desgraciada mujer se marchó con los ojos anegados en lágrimas.
Llegado que hubo a un bosque muy grande y salvaje, se hincó de rodillas e invocó a Dios. Se le apareció el ángel del Señor y la condujo a una casita, en la que podía leerse en un letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió de la casa una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: «Bienvenida, Señora Reina», y la acompañó al interior.
Desatándole de la espalda a su hijito, se lo puso al pecho para que pudiese darle de mamar, y después lo tendió en una camita bien mullida. Preguntóle entonces la pobre madre:
- ¿Cómo sabes que soy reina?
Y la blanca doncella, le respondió:
- Soy un ángel que Dios ha enviado a la tierra para que cuide de ti y de tu hijo.
La joven vivió en aquella casa por espacio de siete años, bien cuidada y atendida, y su piedad era tanta, que Dios, compadecido, hizo que volviesen a crecerle las manos.
Finalmente, el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana reina prorrumpió a llorar, exclamando:
- ¡Hombre malvado! ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes? -y mostróle las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo: – Hice lo que me mandaste ­y le enseñó la lengua y los ojos.
El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo, por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo:
- Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella. Dijo entonces el Rey:
- No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío.
Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque, y en él descubrió la casita con el letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo:
- Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía.
- Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna.
El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Tendióse a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo.
Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo:
- Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.
Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba, y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina:
- Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.
Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó:
- Madrecita. ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje? ¡No es mi padre!
Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Respondióle ella entonces:
- Soy tu esposa, y éste es Dolorido, tu hijo.
Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó: – Mi esposa tenía las manos de plata.
- Dios misericordioso me devolvió las mías naturales -dijo ella; y el ángel salió fuera y volvió en seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y su hijo, y, besándolos a los dos, dijo, fuera de sí de alegría.
- ¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!
El ángel del Señor les dio de comer por última vez a todos juntos, y luego los tres emprendieron el camino de palacio, para reunirse con la abuela. Hubo grandes fiestas y regocijos, y el Rey y la Reina celebraron una segunda boda y vivieron felices hasta el fin.
Fin.

La balanza de plata

Hace muchos años, mi madre me contó una historia que más parece una fantasía.
Esa historia comienza así:
En la esquina de mi calle hay una tienda de telas, que está cerrada desde hace tiempo.
Un día , un grupo de niños, entraron en la tienda y encontraron una balanza de plata, escondida tras un mostrador.
La balanza tenía un gran adorno en el centro, que era algo misterioso.
Pronto descubrieron que no era una balanza normal.
No pesaba manzanas, tomates, carne o pescado. Lo realmente asombroso era que podía pesar las buenas o malas obras que las personas hacían.
Los niños se dieron cuenta de esto, cuando uno de ellos, decidió tocar el centro de ella. De repente la balanza se iluminó.
El niño se mareó y cayó al suelo.
Uno de los lados de la balanza se inclinó y comenzaron a salir de él, estrellas, muchas estrellas. Aparecieron ante ellos todas las buenas obras realizadas por el niño. Había sido bondadoso y comprensivo con los demás.
Al rato, el niño se levantó y comenzó a recuperarse.
Otro niño, quiso intentarlo también. Puso su mano sobre el centro de la balanza de nuevo y ésta volvió a iluminarse.
Esta vez, no salieron estrellas, sino espadas. Este niño no había sido tan generoso como el otro, era un niño egoísta aunque, como era un niño, todavía podía aprender a compartir.
La balanza, les enseñaba lo bueno o malo que tenían en sus vidas y que podrían mejorar.
Así pasaron los años. Los niños seguían consultando a la balanza siempre que tenían dudas sobre cómo debían actuar o pensar.
Pero un día, la balanza dejó de iluminarse y los niños se hallaban un poco desorientados y tristes.
¿Quién les guiaría a partir de ahora?.
¿Por qué les había abandonado?.
La balanza se iluminó por última vez, y les explicó por qué ya no podía ayudarles más.
¡Ahora, debéis pensar por vosotros mismos!.
¡Ya sois grandes y lo suficientemente inteligentes para hacerlo!.
¡Os deseo mucha suerte!. Al decir esto la balanza se apagó.
Al principio, los niños estaban muy apenados, pero con el paso del tiempo se dieron cuenta que era lo mejor para ellos.
Aprendieron a ser responsables por si mismos, pero nunca olvidaron los buenos consejos de la sabia balanza.
Por todo ello, siempre la recordaron como la balanza de la sabiduría.

Lo importante es levantarse

Cuentan que cierto día, estaban en el bosque un caballo y su pequeño hijo, ambos gustaban de correr sin rumbo fijo, solo por el placer de sentir el cálido aire sobre sus cabezas.
Padre e hijo disfrutaban mucho de estas carreras y el compartir sus conversaciones que tanto bien hacia a ambos, siempre tenían pláticas de lo más amenas y realmente existía una comunicación constante entre ellos.
Una mañana, salieron como era su costumbre a correr, estaban muy felices porque era un día espléndido, cuando de repente el pequeño caballo tropezó y cayó rodando, su padre se detuvo de inmediato volviendo sobre sus pasos para ver que le había sucedido a su pequeño hijo.
Se acerco a él para averiguar si se encontraba bien, y el pequeño no lograba levantarse, muy asustado le dijo a su padre: – Siento que no podré volverme a levantar, me siento muy lastimado de una pata.
- Hijo, debes levantarte, acaso ¿Te has roto algo?- Padre, le dijo el caballito, creo que no me he roto nada, sin embargo, un caballo nunca se cae y cuando lo hace, le resulta sumamente difícil levantarse.
- Hijo, estás equivocado, algunos animales como nosotros caen, pero vuelven a levantarse y tu te levantarás, porque tu no tienes nada roto, tu voluntad hará que te levantes y vuelvas a caminar y a correr como siempre lo has hecho, no permitirás que tu mente te haga tomar una decisión equivocada, creyendo que porque has caído no podrás levantarte, además, yo te ayudaré a hacerlo, porque yo  precisaré de tu ayuda, cuando caiga y necesite levantarme igualmente.
- Pero padre, ¿cómo podría yo ayudarte a levantar si soy tan pequeño?
- Hijo no se necesita fuerza física para dar esa clase de ayuda, solo se requiere  un gran amor, esa es la clase de ayuda que necesitamos, sentirnos apoyados por nuestros seres más queridos, y yo te amo mucho y por esa razón te digo que te levantes, porque todavía tenemos muchos caminos que recorrer juntos.
Y nuestro pequeño caballito, se levantó, se sacudió el polvo, empezó a caminar junto a su amado padre y pronto empezaron a correr como era su costumbre.
Caer esta permitido…pero levantarse es una obligación

La que quiere es mi mujer… – popular español

Por los tiempos de Maricastaña vivía un pescador muy pobre con su mujer en un choza. Todos los dias salía a pescar al mar, echaba las redes y vendia lo que cogía.
Un dia atrapo un pez enorme que cuando subio a su barca le dijo con voz humana:
- Sueltame, Juan y te daré lo que tu quieras.
El hombre se quedo sorprendido y lo dejo escapar sin mas y cuando llegó a u casa le contó a su mujer lo sucedido.
-Mira que eres tonto Juan! Sabiendo que no tenemos ni que comer. Si vuelves a coger a ese pez dile que te de mucho dinero.
Juan lo pesco al dia siguiente y este le pregunto:
- ¿Que quieres, Juan?
- Yo querer no quiero, la que quiere es mi mujer, mucho mucho dinero.
- Sube a mi lomo y del palacio de cristal coge todos los tesoros que quieras.
A la vuelta a su casa, su esposa se puso muy contenta y se gasto rápidamente el dinero por lo cual le pidio a Juan de nuevo.
- Atrapa a ese pez y pidele que queremos vivir en un palacio como reyes.
Juan lo pesco al dia siguiente y este le pregunto:
- ¿Que quieres, Juan?
- Yo querer no quiero, la que quiere es mi mujer, quiere vivir en un palacio.
- No te preocupes, cuando llegues a tu casa hallarás un hermoso palacio.
Y asi fue como la vida de Juan cambio a ser la de un noble rey.
Paso mucho tiempo y la mujer se aburria y le dijo a su esposo:
- Juan te vas otra vez pescas a ese pez y le pides que el sol salga solo para nosotros…
A regañadientes  Juan lo pescó al dia siguiente y este le pregunto:
- ¿Que quieres, Juan?
- Yo querer no quiero, la que quiere es mi mujer, quiere que el solo solo salga para ella.
- Anda y vuelvete a tu casa.- Y el pez desaparecio.
Cuando volvio al pueblo , en vez del palacio encontro su vieja choza y a su mujer en la puerta llora que te llora.

La madrina Muerte. – Popular andaluz

Érase una vez un jornalero tan pobre que no sabia a quien convidar de padrino para bautizar a su hijo.
Salio un dia al camino dispuesto a convidar al primero que pasara, pero cansado todo el dia de esperar sin que pasase nadie se volvio triste a su casa. Por el camino se encontro a la muerte que le pregunto por su desgracia, esta tras oir la historia del jornalero se ofrecio a apadrinar al niño.
- Bueno, no se apure usted, que yo se lo sacaré de pila, lo cuidaré y hasta le daré estudios de médico. Ya tngo muchos ahijados y estan muy contentos de serlo.
Asi fueron y bautizaron al niño, y cuando ya se hizo medico se le presento la muerte y le dijo :
Con esta hierba sanarás a los que tu quieras, por muy enfermo que esté. Nada mas lo pongas en los labios del que sea se recuperará. Pero ojo, si al visitar al enfermo me ves a mi en la cabecera de la cama , diras que tiene remedio y podrás curarlo. Sin embargo si me encuntras en los pies…no intentes nada porque a ese, ya le toca.
Obedeciendo a su madreina llego a ser le mejor medico del pais
Pero llego el dia en el que le llamarón a curar a un noble comerciante que le ofrecio grandes sumas de dinero y la muerte lo esperaba a los pies de la cama. Haciendo caso omiso de su consejo curo al paciente y al volver a su casa se encontro en la puerta a la muerte.
- Eres un mal ahijado, pero esta vez te perdono, pero recuerda mis consejos, si estoy a sus pies no puedes hacer nada por el.
Pero paso el tiempo y al muchacho le prometieron una gran suma si lograba curar a la hija de un conde y haciendo caso omiso de las señales de la muerte la curo dejando patidifusa a la muerte en los pies de la cama.
- Ya me lo has hehco dos veces, la proxima te tocará a ti.
La hija del rey se puso muy enferma y todos la daban ya por muerta. El rey prometio la mano de su hija a quine fuera capz de curarla…y el muchacho estaba prendado de ella…y una vez mas hizo caso omiso a la muerte y la salvo para llevarlas al altar.
Pero la noche de bodas la muerte aparecio a los pies de su cama.
- Esta si que no te la perdono El se puso a llorar y a suplicarle que le dejase tiempo para estar con su amada princesa y la muerte le llevo a una sala con miles de velas de todos los tamaños.
LA muerte le dijo:
A ver si tienes suerte y adivinas cual corresponde a la vela del tiempo que queda de uu vida. Esas enormes son la de los recien ancidos y las mas pequeñas la de los ancioanos y los enfermos…
- Es esta- Señalo el joven a una mediana.
Ls muerte nego con la cabeza. Y otra que señalaba y tra mas pequeña.
Asi fue llegando a una pequeñita …
¿Es ésta?
Y solo con el aliento de su voz se apagó y alli quedo muerto.
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Yo dos y tu uno – Popular Andaluz

Erase una vez un matrimonio que llevaban muchos años de casados y no tenian mas familia.
Una noche se pusieron a cenar y, como siempre , ella preparó 3 huevos pasados por agua: uno para ella y dos para su marido. Pero aquella noche no se sabe que mosca le pico a la mujer que le dijo:
- Mira, ya estoy harta de que siempre te comas dos huevos , asi que esta noche va a ser al revés, tu uno y yo dos.
-Ni hablar yo dos y tu uno, como siempre.
-¿Y eso porque?
- Porque lo digo yo y en esta casa los pantalones los llevo yo.
-Pues tu sueñas, esta noche tu uno y yo dos.
-Que no…
-Que sí
Bueno, pues discutieron un buen rato y ninguno daba su brazo a torcer y ya cansado el marido lle dijo:
- Pues si sigues insistiendo, me muero…
- Pues muérete.
Entonces el se hizo el muerto y la mujer salío a la calle gritando:
-Ay Dios mio que tragedia! Que mi marido se ha muerto , ay Dios mio que tragedia! !!
Vino el cura y prepararon el entierro. Ya se lo llevaban para el cementerio y la mujer se acercaba a las andas de cuando en cuando diciendo:
- Dejadme que lo bese por última vez!
Y cuando estaba junto a su marido le susurraba a la oreja:
- Tu uno y yo dos…
Y el muerto contestaba muy bajito:
- Yo dos y tu uno…
Y el entierro seguia-. Ya llegaban al cementerio y se le volvia a acercar a la tumba:
- Mira que por cabezota voy a dejar que te entierren…
Y el otro:
- Yo soy el que llevo los pantalones..yo dos y tu uno.
Conque llegaron al cementerio y lo bajaban de las andas para ponerlo en la sepultura.
Y ella de nuevo haciendo que lloraba se le echa encima:
-Por ultima vez, tu uno y yo dos…
- Nanai, yo dos y tu uno…
Y como lo iban bajando ya a la fosa le dice ella…
-Esta bien pedazo de animal! Comete tu los tres!!
Entonces el se incorporó de un salto y empezo a gritar para rabiarla:
-Que me como treeeeees Que me como treeeeeees!!!
Y la gente que no sabia lo que estaba pasando , echo a correr aterrorizada y un cojo que iba en la comitiva gritaba:
- No corráis tantoooo, hombre , que por lo menos que pueda escoger!!!

La suerte del Escarabajo – Popular ruso

Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino.
Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó:
-¿Y qué me darás por mi trabajo?
-Un pud de harina y una libra de manteca.
-Está bien.
Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana.
Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol.
El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo:
-Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol.
Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país.
Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.
Entonces el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así:
«Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten.»
Lo llevaron ante el zar, y éste le dijo:
-¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza.
Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores:
-Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano.
Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo.
El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí.»
El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo:
-¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar.
Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó:
-¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.
Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles:
-¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.»
-Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta.
En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:
-¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero.
El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo:
-¡Oh amigos, también me ha reconocido!
Entonces el cocinero les propuso:
-Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición.
Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó:
-¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!
Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole:
-Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí tienes el anillo.
-Bueno; por esta vez los perdono -contestó el adivino.
Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo.
Por la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó:
-¿Has pensado bastante?
-Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha.
Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín.
Cuando el zar paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio.
-Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño.
El campesino se asustó y murmuró entre dientes:
-Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar.
-¡Es verdad! ¡Has acertado! -exclamó el zar.
Y dándole aún más dinero lo dejó irse a su casa colmado de honores.
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