Alfonso Francia. (Adaptación de un relato oriental).
Aquel viejo maestro nunca dejaba de enseñar y nunca dejaba de aprender. Cada vez sabía más y cada vez parecía más reacio a enseñar. La vida le había llenado de conocimientos y le había llenado de prudencia. El silencio, la moderación, son también sabiduría. “Cuando era joven y revolucionario, -solía repetir-, pedía a Dios que me diera fuerzas para cambiar al mundo. Multitudes de alumnos me seguían. Con el tiempo me di cuenta de que no había cambiado a nadie y empecé a pedir fuerzas para transformar al menos a los más cercanos. Ya no me escuchaban tantos.
Llegué a viejo y me di cuenta de lo estúpido que había sido. Hoy sólo pido a Dios la gracia de cambiarme a mí mismo. Veo que hay muy pocos que me escuchen. Pero yo, ojalá hubiera pensado siempre así, no habría malgastado mi vida, porque Dios se ha pasado toda mí vida, pidiéndome que me deje cambiar”.
Aquel viejo maestro nunca dejaba de enseñar y nunca dejaba de aprender. Cada vez sabía más y cada vez parecía más reacio a enseñar. La vida le había llenado de conocimientos y le había llenado de prudencia. El silencio, la moderación, son también sabiduría. “Cuando era joven y revolucionario, -solía repetir-, pedía a Dios que me diera fuerzas para cambiar al mundo. Multitudes de alumnos me seguían. Con el tiempo me di cuenta de que no había cambiado a nadie y empecé a pedir fuerzas para transformar al menos a los más cercanos. Ya no me escuchaban tantos.
Llegué a viejo y me di cuenta de lo estúpido que había sido. Hoy sólo pido a Dios la gracia de cambiarme a mí mismo. Veo que hay muy pocos que me escuchen. Pero yo, ojalá hubiera pensado siempre así, no habría malgastado mi vida, porque Dios se ha pasado toda mí vida, pidiéndome que me deje cambiar”.
A que Dios invocaba el viejo maestro
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