Un
importante catedrático universitario se encontraba últimamente
en extraños estados de ánimo: se sentía ansioso, infeliz y si
bien creía ciegamente en la superioridad que su saber le
proporcionaba, no estaba en paz consigo mismo ni con los demás.
Su infelicidad era tan profunda cuan su vanidad. En un momento de
humildad había sido capaz de escuchar a alguien que le sugería
aprender a meditar como remedio a su angustia. Ya había oído
decir que el zen era una buena medicina para el espíritu.
En su
región vivía un excelente maestro y el profesor decidió
visitarle para pedirle que le aceptara como estudiante.
Una vez
llegado a la morada del maestro, el profesor se sentó en la
humilde sala de espera y miró alrededor con una clara -aunque
para él imperceptible- actitud de superioridad. La habitación
estaba casi vacía y los pocos ornamentos sólo enviaban mensajes
de armonía y paz. El lujo y toda ostentación estaban
manifiestamente ausentes.
Cuando el
maestro pudo recibirle y tras las presentaciones debidas, el
primero le dijo: "permítame invitarle a una taza de té
antes de empezar a conversar". El catedrático asintió
disconforme. En unos minutos el té estaba listo. Sosegadamente,
el maestro sacó las tazas y las colocó en la mesa con
movimientos rápidos y ligeros al cabo de los que empezó a
verter la bebida en la taza del huésped. La taza se llenó
rápidamente, pero el maestro sin perder su amable y cortés
actitud, siguió vertiendo el té. El líquido rebosó
derramándose por la mesa y el profesor, que por entonces ya
había sobrepasado el límite de su paciencia, estalló
airadamente tronando así: " ¡ Necio ! ¿ Acaso no ves que
la taza está llena y que no cabe nada más en ella ?". Sin
perder su ademán, el maestro así contestó: "Por supuesto
que lo veo, y de la misma manera veo que no puedo enseñarte el
zen. Tu mente ya está también llena".
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