En un
monasterio budista dos discípulos destacaban particularmente por
su brillante inteligencia, si bien fueran muy diferentes el uno
del otro.
El primero
solía pedir al abad que le dejara salir del monasterio para ver
el mundo y en él poder poner en práctica su zen. El otro se
contentaba con la vida monástica y, aunque le hubiera gustado
ver el mundo, esto no le creaba ningún afán en absoluto.
El abad,
que nunca había accedido a los pedidos del primer monje, pensó
un día que tal vez los tiempos eran maduros para que los
jóvenes monjes fueran puestos a prueba. Les convocó,
anunciándoles que había llegado el momento de que se fueran por
el mundo durante todo un año. El primer monje exultaba. Dejaron
el templo el día siguiente al amanecer.
El año
transcurrió rápido y los dos monjes regresaban al monasterio
con muchas experiencias para contar. El abad quiso verles para
conocer lo que ese año había supuesto para ellos y qué habían
descubierto durante su estancia en el mundo laico.
El primer
monje, el que quería conocer el mundo material, dijo que la
sociedad está llena de distracciones y tentaciones, y que es
imposible meditar ahí fuera. Para practicar el zen no existe
mejor lugar que el monasterio.
El otro,
por el contrario, dijo que salvo algunos aspectos superficiales
no encontró gran diferencia a la hora de meditar y practicar el
zen en el mundo exterior. Por tanto, a su parecer, quedarse en el
templo o vivir en sociedad, le resultaba igual.
Tras haber
escuchado ambos relatos, el abad les dio a conocer su decisión:
al segundo monje le concedió la autorización para que se fuera.
Al primero le dijo: "será mejor que tú te quedes aquí,
todavía no estás preparado".
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