Los Evangelistas nos hablaron de un Jesús que usaba las parábolas para explicarnos la realidad del Reino de Dios. Espero que estos cuentos os puedan conducir al mismo destino.
Una antigua leyenda árabe cuenta la triste historia del paje del sultán de Bagdad.
Un día el joven paje cayó angustiado a los pies de su señor, que le quería mucho, pidiéndole prestado su mejor caballo, aquel que parecía volar, de lo rápido que corría. — ¿Para qué? –le preguntó el sultán.
— He visto la Muerte en el jardín y ha hecho un gesto, dirigiéndose a mí. Con tu caballo me escaparé a Basora y me esconderé en el mercado. La Muerte no me encontrará. El sultán dio su corcel al joven, que partió a todo galope. El sultán bajó al jardín y vio a la Muerte en actitud de espera. — ¿Por qué has amenazado a mi paje? –le dijo.
— Yo de hecho no lo he amenazado –respondió la Muerte-. Sólo he
levantado el brazo sorprendida. Me preguntaba: ¿Cómo es posible que esté
aquí todavía, si yo tengo una cita con él dentro de cinco horas en el
mercado de Basora…?
El gurú, que se hallaba meditando en su cueva del Himalaya, abrió los
ojos y descubrió, sentado frente a él, a un inesperado visitante: el
abad de un célebre monasterio.
“¿Qué deseas?”, le preguntó el gurú. El abad le contó una triste historia. En otro tiempo, su monasterio
había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas
de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus
monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al
monasterio a alimentar su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos
había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos
pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones. Lo
que el abad quería saber era lo siguiente: “¿Hemos cometido algún pecado
para que el monasterio se vea en esta situación?”
“Sí”, respondió el gurú, “un pecado de ignorancia”. “¿Y qué pecado puede ser ése?” “Uno de vosotros es el Mesías disfrazado, y vosotros no lo sabéis”. Y, dicho esto, el gurú cerró sus ojos y volvió a su meditación. Durante
el penoso viaje de regreso a su monasterio, el abad sentía cómo su
corazón se desbocaba al pensar que el Mesías, ¡el mismísimo Mesías!,
había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio.
¿Cómo no había sido él capaz de reconocerle? ¿Y quién podría ser?
¿Acaso el hermano cocinero? ¿El hermano sacristán? ¿El hermano
administrador? ¿O sería él, el hermano prior? ¡No, él no! Por desgracia,
él tenía demasiados defectos…
Pero resulta que el gurú había hablado de un Mesías “disfrazado”. ¡No
serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el
monasterio tenían defectos… ¡y uno de ellos tenía que ser el Mesías!
Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y les contó lo que
había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿el
Mesías… aquí? ¡Increíble! Claro que, si estaba disfrazado… entonces, tal
vez… ¿Podría ser Fulano…? ¿O Mengano, o…? Una cosa era cierta: si el Mesías estaba allí disfrazado, no era
probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a
tratarse con respeto y consideración. “Nunca se sabe”.
El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de
gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos
pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a escucharse
el jubiloso canto de los monjes, radiantes de alegría y comprensión.
Una fría noche de invierno, un asceta errante pidió asilo en un
templo. El pobre hombre estaba tiritando bajo la nieve, y el sacerdote
del templo, aunque era reacio a dejarle entrar, acabó accediendo:
“Está bien, puedes quedarte, pero sólo por esta noche. Esto es un templo. No un asilo. Por la mañana tendrás que marcharte”.
A
altas horas de la noche, el sacerdote oyó un extraño crepitar. Acudió
raudo al templo y vio una escena increíble: el forastero había encendido
un fuego y estaba calentándose. Observó que faltaba un Buda de madera,
y preguntó: “¿Dónde está la estatua?”
El otro señaló al fuego con un gesto y dijo: “Pensé que iba a morirme de frío…”
El sacerdote gritó: “¿Estás loco? ¿Sabes lo que has hecho? Era una estatua de Buda. ¡Has quemado al Buda!”
El fuego iba extinguiéndose poco a poco. El asceta lo contempló fríamente y comenzó a removerlo con su bastón.
“¿Qué estás haciendo ahora?”, vociferó el sacerdote.
“Estoy buscando los huesos del Buda que, según tú, he quemado”.
Más
tarde, el sacerdote le refirió el hecho a un maestro zen, el cual le
dijo: “Seguramente eres un mal sacerdote, porque has dado más valor a un
Buda muerto que a un hombre vivo”.
Vivía hace tiempo en la montaña un hombre que tenía una estatua, obra
de un viejo escultor. La había dejado boca abajo en un rincón de su
cabaña, y no se preocupaba de ella para nada. Pero un día acertó a pasar por allí un hombre que venía de la ciudad.
Como era un hombre culto, al ver la estatua, preguntó al dueño sin
estaba dispuesto a venderla. El dueño lo tomó a risa y dijo: — Pero, ¿quién va a comprar esa piedra sucia y descolorida? El hombre de la ciudad dijo: — Te doy por ella esta moneda de plata. Y el otro quedó satisfecho y feliz. La estatua fue llevada a la ciudad a lomos de un elefante. Después de muchas lunas, el hombre de la montaña bajó a la ciudad. Mientras caminaba por la calle vio que la gente se apelotonaba delante de un edificio, donde un hombre pregonaba a voz en grito: — ¡Pasen a ver la estatua más bella y maravillosa del mundo! Sólo dos
monedas de plata por admirar la obra de arte de un gran maestro
escultor. Y el hombre de la montaña pagó dos monedas de plata y entró al museo
para ver la estatua que él mismo había vendido por una sola moneda. Kahlil Gribán
Se cuenta la historia de una mujer que llevaba a la joyería una caja con
joyas de varios tamaños. Justamente frente a la tienda tropezó y la
caja cayó al suelo. La tapa del cofrecito se abrió y las joyas se
dispersaron por doquier.
Los ayudantes del joyero salieron de la joyería corriendo, para
impedir que alguien que para por allí se llevara algunas de las joyas, y
ayudaron a la mujer a recogerlas. Un avestruz que pasaba por el lugar
llegó velozmente y, sin que nadie lo notara, en medio de la excitación,
se tragó la piedra mejor y más grande.
Cuando la mujer se dio
cuenta de que le faltaba esta gema comenzó a lamentarse y, a pesar de
buscarla por todas partes, no pudo encontrarla. Alguien dijo:
— La única persona que pudo haber tomado la piedra es aquel monje peregrino que está sentado silenciosamente junto a la joyería.
El
monje peregrino había visto al avestruz tragarse la piedra, pero no
quería que se derramara sangre. Por lo tanto, cuando se le aprehendió,
registró y hasta golpeó, no dijo más que:
— Yo no he tomado absolutamente nada.
Mientras
le apaleaban, llegó otro monje peregrino e instó a la muchedumbre a que
tuviese cuidado con lo que estaba haciendo. Entonces, a él también le
aprehendieron y acusaron de haber tomado la piedra, que subrepticiamente
le pasó el primer monje, sin creerle.
Mientras esto sucedía, apareció un hombre dotado de conocimiento y, al advertir la presencia del avestruz, preguntó:
— ¿Estaba aquí esta ave cuando la caja cayó al suelo?
— Sí –dijo la gente.
— En ese caso –aconsejó- presten atención al avestruz.
Se pagó al dueño del avestruz el valor del animal, lo mataron, y en su estómago se encontró la joya que faltaba. Popular de Vietnam
Pero vivía también en París, se llamaba Jean, y su padre trabajaba en una fábrica de automóviles.
Pero vivía también en Berlín, y allá arriba se llamaba Kart, y su padre era un profesor de violonchelo.
Pero vivía también en Moscú, se llamaba Yuri, como Gagarin, y su padre era albañil y estudiaba matemáticas.
Pero vivía también en Nueva York, se llamaba Jimmy, y su padre tenía una gasolinera.
¿Cuántos he dicho ya? Cinco. Me faltan dos:
uno
se llamaba Ciú, vivía en Shangai y su padre era un pescador; el último
se llamaba Pablo, vivía en Buenos Aires, y su padre era escalador. Paolo,
Jean, Kart, Yuri, Jimmy, Ciú y Pablo eran siete pero siempre el mismo
niño que tenía ocho años, sabía ya leer y escribir y andaba en bicicleta
sin apoyar las manos en el manillar.
Paolo era triguero,
Jean era blanco y Kart, castaño, pero eran el mismo niño. Yuri tenía la
piel blanca, Ciú la tenía amarilla, pero eran el mismo niño. Pablo iba
al cine en español y Jimmy en inglés, pero eran el mismo niño, y reían
en el mismo idioma.
Ahora han crecido los siete, y no podrán hacerse la guerra, porque los siete son una sola persona.
Un joven poeta, , según la antigua tradición, vivía solo, en una
remota torre de marfil que tenía una sola ventana, siempre cerrada y
oscurecida por los postigos carcomidos. Como todos los poetas ya fuera de moda, estaba un poco triste. Todos
los días se hacía preguntas sin respuesta sobre el mundo, la vida, el
hombre, el alma, Dios…, hasta que, para huir de disparatadas
elucubraciones, decidía refugiarse en el mundo irreal y maravilloso de
la fantasía.
Imaginaba espectáculos extraordinarios de belleza o de crueldad, se
entusiasmaba soñando empresas audaces y hasta ahora no realizadas, en
representar las más perfectas y armoniosas formas que jamás arte humano o
divino haya podido crear… Pero, antes o después, también este mundo fantástico le aburría, su
imaginación se agotaba, y se sentía aún más triste y dispuesto sólo a
escribir los versos más tétricos.
Una tarde, precisamente mientras se disponía a derramar copiosas
lágrimas de tinta, notó, sobre la inmaculada página intacta, un punto
negro. Lo observó de cerca, pero éste… ¡se movía! Lo siguió hasta el margen de la hoja, intentó agarrarlo… pero se le
escapó de los dedos, desplegando dos alas transparentes que lo elevaron
hacia la ventana, cerrada por oscuras persianas. Llevado por la curiosidad, el poeta abrió de par en par los postigos
cerrados desde siempre, casi respondiendo a la tácita petición del ser
desconocido.
Siguió el vuelo
con los ojos hasta que desapareció: pero su mirada fascinada no logró
más apartarse de las imágenes que se le aparecieron, milagrosamente, en
el momento en el cual su ventana, por primera vez, se había abierto al
mundo. Rosella Vacchino
Cierto día un joven que huía de su enemigo llegó a un pueblo. Los
habitantes lo acogieron con cortesía y le ofrecieron un escondite
seguro. Al día siguiente llegaron los soldados que lo perseguían. Entraron
por la fuerza en las casas, registraron sótanos y desvanes y
posteriormente convocaron en la plaza a todos los habitantes de la
población. — Prenderemos fuego a la villa y pasaremos a los hombres a cuchillo
como no nos entreguéis a ese joven antes del amanecer –les gritó el
comandante.
El alcalde del pueblo, afectado ante la alternativa de entregar al
muchacho o matar a su gente, se fue a su despacho y abrió la Biblia,
esperando encontrar allí una respuesta antes del alba. Después de muchas horas, a eso de la madrugada, toparon sus ojos con estas palabras:
“Es mejor que perezca un solo hombre antes de perder a todo el pueblo”. El alcalde cerró la Biblia, llamó a los soldados y les indicó el escondite del muchacho.
Después que los soldados se llevaron al fugitivo para matarlo, el
pueblo celebró una fiesta porque el alcalde había salvado sus vidas y la
población. Pero el alcalde no se unió a los festejos. Sumido en una
profunda tristeza, quedó en su habitación.
En esa noche se le apareció un ángel y le preguntó: — ¿Qué es lo que has hecho? — He entregado el fugitivo al enemigo, respondió el alcalde. El ángel le dijo entonces: — Pero ¿no ves que has entregado al Mesías? — ¿Y cómo podía saberlo? –replicó el alcalde angustiado. — Lo habría sabido si, en vez de leer tu Biblia, hubieras ido una sola vez a ver al joven y lo hubieras mirado a los ojos.
Era un grupo de monjes que vivían en cuevas en el desierto. Un día, un joven monje fue a consultar a un anciano. — Padre –le dijo-, tú sabes que hace poco más de un año que vivo aquí
en el desierto. Durante este tiempo ya son seis o siete veces que ha
venido una plaga de langostas. Tú sabes bien la lata que dan. Se meten
por todas partes, incluso en la comida. ¿Tú qué haces en este caso?
El anciano, que llevaba ya cuarenta años viviendo en el desierto, le contestó: — Al principio, cuando me caía un solo saltamontes en la sopa, tiraba
todo el plato. Luego, quitaba los saltamontes y comía la sopa. Después,
lo comía todo. Ahora, si algún saltamontes trata de escapar de la sopa,
lo vuelvo a meter.
Una pobre viuda, que vivía en los tiempos de un Maestro de la Sabiduría, tenía un hijo al que adoraba. Un
día su hijo enfermó y murió, y ella, loca de dolor, se negó a
enterrarlo y lo llevaba consigo a todas partes sin hacer caso de las
palabras de consuelo y resignación que la gente le dirigía.
Alguien le dijo que el Maestro estaba en un bosquecillo cercano a la ciudad con sus discípulos.
La fama del Maestro se había extendido por todas partes, y era considerado un gran santo capaz de hacer los mayores milagros.
La
pobre viuda llegó con el cadáver de su hijo ante el Maestro y echándose
a sus pies le rogó, entre sollozos, que le devolviera la vida.
El Maestro le dijo:
—
Le devolveré la vida a tu hijo a condición de que me traigas un grano
de arroz de una casa de la ciudad en donde no haya muerto nadie.
La
viuda, llena de esperanzas, partió para la ciudad y empezó su búsqueda.
En ninguna casa le fue negado el grano de arroz, pero…
— Mi padre murió hace un mes…
— Mi suegra expiró la semana pasada…
— Ayer hizo un año que murió mi marido…
No
encontró ni una sola casa en donde no lamentaran la muerte de alguien.
Cuando la última casa del pueblo se cerró a sus espaldas, no había
podido conseguir aún el grano de arroz. Al anochecer llegó hasta el
sabio. Iba sola, llorando dulcemente.
— ¿Y tu hijo? ¿Dónde lo has dejado? Le preguntó el Maestro envolviéndola en una mirada compasiva.
— Mi hijo ya no existe. Ha muerto y lo he enterrado junto a su padre. Ya he comprendido, Maestro. ¡Por favor! ¡Enséñame!
Y el Maestro la acogió en el bosque, y desde entonces hasta su muerte fue su discípula.
El peregrino Nasrudín se encontró un diamante al borde de la
carretera. Según la ley, el que encuentra algo sólo puede quedarse con
ello si anuncia su hallazgo, en tres ocasiones distintas, en el centro
de la plaza del mercado. Como Nasrudín tenia una mentalidad demasiado religiosa como para
hacer caso omiso de la ley, y además era demasiado codicioso como para
correr el riesgo de tener que entregar lo que había encontrado, acudió
durante tres noches consecutivas al centro del mercado de la plaza,
cuando estaba seguro de que todo el mundo estaba durmiendo, y allí
anunció con voz apagada:
«He encontrado un diamante en la carretera que conduce a la ciudad.
Si alguien sabe quién es su dueño, que se ponga en contacto conmigo
cuanto antes».
Naturalmente, nadie se enteró de las palabras del peregrino, excepto
un hombre que, casualmente, se encontraba asomado a su ventana la
tercera noche y oyó cómo el peregrino decía algo entre dientes. Cuando
quiso averiguar de qué se trataba, Nasrudín le replicó:
«Aunque no estoy en absoluto obligado a decírtelo, te diré algo: como
soy un hombre religioso, he acudido aquí esta noche a pronunciar
ciertas palabras en cumplimiento de la ley.» Propiamente, para ser malo no se necesita quebrantar la ley. Basta con cumplirla al pie de la letra.
El discípulo de un Filósofo fue a visitar al Maestro en su lecho de muerte. “¿No tenéis todavía algo que decir a vuestro discípulo?”, le preguntó. Entonces el Sabio abrió la boca y dijo al joven que mirara dentro.
“¿Todavía tengo mi lengua?”, le dijo. “Ciertamente”, respondió el otro. “Y mis dientes, ¿están todavía?” “No”, replicó el discípulo.
“¿Y sabes por qué la lengua dura más que los dientes? Porque es
blanda, es flexible. Los dientes caen antes porque son duros.
Ahora has
aprendido todo aquello que vale la pena aprender. No tengo otra cosa que
enseñarte.”