Cuentan que mientras un viajero iba por su camino, el Sol y el Viento
lo hicieron el blanco de una apuesta: habría vencido quien hubiese
logrado primero quitarle el abrigo.
Empezó el Viento a soplar
furiosamente, empujando montañas de nubes y remolinos de polvo, pero el
viajero apretaba fuerte el abrigo para que no le volase por los aires,
agarrándose de él con todas sus fuerzas.
Cuando el Viento se
cansó y perdió toda esperanza de vencer, entonces el Sol empezó a
descubrir su hermoso rostro de oro, calentando la tierra con sus rayos
encendidos.
Enseguida el viajero, resoplando por el excesivo calor y sudando hasta la médula, para no ahogarse de calor, se quitó el abrigo.
Tuvo pues la victoria el que había usado las buenas maneras, y no el otro que pretendía vencer con la violencia y la furia…
San Pedro Damián
Una pobre abuela criaba con mucha fatiga a un sietecito que quedó
huérfano muy pequeñito. Pero con el correr del tiempo, se encontró
frente a un alarmante descubrimiento: el niño había tomado la costumbre
de robar… ¡Era un ladrón!
Empleó todos los medios para
combatir aquella tendencia. Pero nada surtía efecto: el niño llevaba el
vicio de robar dentro de sí. Ni amenazas, ni promesas surtían algún
efecto.
Faltándole ya recursos, la abuela lo amenazó con un
castigo terrible, si aunque fuese una sola vez hubiese recaído en
aquella culpa.
“¿Ves este atizador?… Si te vuelvo a
sorprender robando, lo pongo a calentar en el fuego y te traspaso la
mano de parte a parte”.
Pero el niño volvió a robar-… Agarró de la cartera deteriorada de la abuela uno de los pocos billetes y corrió a gastarlo.
Cuando
volvió a casa, la abuela, que ya había descubierto el robo, lo agarró
por las manos y lo arrastró hacia la cocina. Después empuñó el atizador,
lo puso en el carbón encendido y esperó a que se pusiese candente.
El
niño contemplaba asustado los preparativos. No podía creer la amenaza.
Estaba tan convencido de la bondad de la abuela, que la creía incapaz de
un gesto tan atroz. No podía creer.
Pero he aquí, que la
anciana lo agarró empujándolo hacia el brasero, extraño el atizador ya
incandescente. Después bruscamente dejo ir al niño y ella se traspasó de
parte a parte su propia mano de piel curtida y arrugada.
Pasó
el tiempo y el pequeño ladrón se hizo un hombre. Un hombre que nunca ha
robado. Antes que meter la mano en las cosas que no le pertenecen, se
la dejaría quemar.
Georges Richard-Molard
Un picador bajaba cada día a las entrañas de la tierra para excavar en la mina de carbón.
Una
tarde cuando salía a la superficie, a través de una galería tortuosa e
incómoda, la lámpara se le cayó y se rompió en mil pedazos. En un primer
momento el picador casi se alegró:
¡Menos mal! No sabía qué
hacer ya con esta lámpara. Estaba harto de llevarla siempre conmigo,
preocupado por no saber dónde ponerla mientras picaba, fastidiado al
tener que pensar constantemente en ella durante el trabajo. Ahora tengo
un estorbo menos. ¡Me siento mucho más libre! Y además… Llevo ya
haciendo este camino durante años ¡no voy a perderme ahora!
Pero
el camino pronto lo traicionó. A oscuras era muy distinto. Dio algunos
pasos, pero enseguida tropezó contra el encofrado de una pared.
Se
quejó extrañado: ¿No era aquella la misma galería de siempre? ¿Cómo es
que se había equivocado tan pronto? Intentó volver al punto de partida,
pero fue a parar a orillas de la charca de desagüe de la mina.
No es muy honda –pensó- pero si me caigo dentro, así a oscuras, seguro que me ahogo.
Se
echó a tierra y empezó a andar a gatas. Se hizo daño y heridas en manos
y rodillas. Se echó a llorar al darse cuenta de que en realidad no
conseguía más que dar cuatro pasos y se encontraba siempre en el mismo
punto de partida.
Sintió entonces una nostalgia enorme por su
lámpara. Tuvo que esperar, humillado y cariacontecido, a que viniese
alguien a buscarlo para ayudarle a salir de la superficie, con una
simple lámpara.
Bruno Ferrero
Un día el Sha publicó un concurso entre todos los artistas de su vasto
imperio. Se trataba de representar y retratar el rostro del Rey.
Vinieron
los Hindúes con maravillosos colores de los cuales solamente ellos
conocían el secreto; más tarde los Armenios trayendo una greda especial;
después los Egipcios, con escoplos y cinceles jamás vistos y bellísimos
bloques de mármol.
En fin, por último, se presentaron los Griegos, provistos solamente de un saquito de polvo.
Todos permanecieron encerrados por varias semanas en el salón del palacio real.
En
el día establecido, vino el Rey que admiró las maravillosas pinturas de
los Hindúes, los modelos de los Armenios y las estatuas de los
Egipcios. Después entró en el salón de los Griegos.
Estos
parecían no haber hecho nada: con el diminuto polvo, se habían
contentado con frotar y pulir la pared de mármol de la sala, de manera
tal que cuando el Rey se acercó pudo contemplar su rostro perfectamente
reflejado, como si fuera un espejo.
Naturalmente, los Griegos ganaron el concurso. Habían entendido que cada persona es original e irrepetible.
Tan sólo el Rey podía representar al Rey.
Al Ghazzali
Cuando el sembrador hubo terminado su obra, el grano de trigo se
encontró entre dos terrones de tierra negra y algo húmeda, y se volvió
terriblemente triste. Estaba oscuro, había humedad, y la oscuridad y la
humedad aumentaban siempre más, porque, al caer de la tarde, la niebla
se había disuelto en una lluvia densa, densa.
La situación era desesperante. Y el grano de trigo hizo precisamente
así: se puso a buscar en la memoria para recordar los tiempos bellos y
no bellos, cosa, como todos saben, que lleva a la desesperación. “¡Qué
tiempos aquellos, cuando el grano de trigo estaba al calor y al abrigo
en una espiga erguida y mecida por el viento, en compañía de los
hermanitos! ¡Bellos tiempos sí, pero qué rápido han pasado!” Después
vino la hoz, con su ruido estridente y devastador a tirar por el suelo
las espigas. Después vinieron los segadores con sus rastrillos a cargar
sobre la carreta las gavillas. Después, cosa más terrible todavía, los
trilladores se habían encarnizado sobre las espigas pisándolas sin
piedad.
Y las pequeñas familias de los granos, que habían vivido siempre
juntos desde la tierna juventud, habían sido arrojados de sus espigas, y
los granos lanzados al aire, cada uno por su cuenta, para no
encontrarse jamás.
Pero en el saco de trigo, por lo menos, nos encontrábamos todavía en
compañía. Un poco apretados, es verdad, y tal vez se respiraba con
fatiga, pero después de todo se podía charlar un poco…
En cambio ahora, ¡había el abandono absoluto, la soledad tétrica, destrucción segura!
El grano de trigo padecía la humedad, y sentía que en breve toda aquella humedad lo habría ensopado completamente…
Pero el día siguiente fue todavía peor, cuando el rastrillo pasó
sobre el campo y el grano de trigo se encontró en la oscuridad más
densa, con tierra arriba, tierra abajo, tierra por todas partes. El agua
lo penetraba todo, no sentía ya ni el mínimo pedazo seco.
“¿Pero para qué fui creado”, gemía “si debo terminar de la manera más
miserable? ¿No habría sido mejor para mí no haber conocido la vida, la
luz del sol?”
Entonces desde lo profundo de la tierra una voz se deja oír. Le decía:
“Abandónate con confianza. De buena gana, sin miedo. Tú mueres para renacer a una vida más bella”.
“¿Quién eres?” preguntó el pobre grano, mientras un sentimiento de
respeto surgía en él. Porque parecía que la Voz hablase a toda la
tierra, más bien al universo entero.
“Yo soy Aquel que te ha creado, y que ahora te quiere crear otra vez”.
Entonces el grano de trigo se abandonó a la voluntad de su Creador, y no supo nada más.
Una mañana de primavera, un vástago verde sacó afuera la cabecita de
la tierra húmeda. Miró a su alrededor embriagado. Era justo él, el grano
de trigo, volviendo a vivir otra vez. En el cielo azul el sol
resplandecía y la alondrita cantaba. Había vuelto a vivir… Y no sólo,
porque a su alrededor veía un gran número de vástagos en los cuales
reconoció a sus hermanitos.
Ahora la tierna plantita se sintió invadir de la alegría de existir, y
habría querido levantarse hasta el cielo para acariciarlo con sus
hojas.
“Si el grano de trigo no muere…”
J. Joergensen
Anastasio era el grano de trigo más nuevo y pequeño. Estaba allí,
encima de Lola y Fermín, en lo alto de toda espiga. Él casi no sabía
nada. Sólo sabía que aquello luciente y dorado era el sol. Que Lola se
llamaba Lola, que Fermín se llamaba Fermín, que Juana se llamaba Juana,
que Pepe se llamaba Pepe y que Esteban, el grano más viejo, se llamaba
Esteban.
Esteban le había contado que nació de Sonia, un grano grande de trigo viejísimo que ahora estaba enterrado.
Un día, cuando el sol lucía más que nunca, se sintió amontonado, junto con otras espigas.
- ¡Nos han cortado! –decía Esteban.
Luego cuando ya se sentía a gusto con tantos granos de trigo e iba a
proponerle jugar a “tú espigueas, yo espigueo” el grano de trigo que
tenía al lado, sintió un ruido muy fuerte y que se precipitaba sobre él
una gran piedra. Luego se extrañó de verse tan blanco y tan bonito.
- ¡Qué guapa estás! –le dijo a Juana.
- Tú también, Anastasio –le contestó.
De repente, después de un gran traqueteo, se mezcló con una cosa
líquida, como la lluvia. Se parecía mucho y estaba igual de fresca, pero
no estaba en gotas.
Luego con una cosa un poco amarga, pero simpática. Luego unas manos la llevaron de un lado para otro, amasándolo.
Luego sintió crecer… crecer. Luego un calor muy grande y luego una vez que decía: Esa barra, bien tostadita.
Luego unos dientecillos que la mordían. Ahora forma parte del cuerpo de Eva.
Ruth Miguel Franco
Se cuenta que en una noche de invierno, algunos monos particularmente
desanimados y muertos de frío, descubrieron una luciérnaga que
sobrevivió quién sabe cómo a su estación.
Mirando atentamente al insecto, creyeron que era fuego, de modo que
lo cogieron con cuidado, lo taparon con hierba seca y con hojas, después
extendieron sobre él los brazos, echaron hacia fuera los costados y el
pecho, se frotaron, imaginándose que se calentaban.
De manera particular un mono, con más frío que los otros, soplaba repetidamente y con gran atención sobre la luciérnaga.
Entonces un pájaro desde un árbol voló hacia abajo y le dijo al mono:
Querido señor, no te molestes tanto. Esto no es fuego: es solamente una luciérnaga.
Pero el mono no hizo caso de la advertencia, y continuó soplando, aún cuando el pájaro intentó repetidamente detenerlo.
Finalmente, como el importuno consejero se le acercó reprendiéndolo
más y gritándole su amonestación en la oreja, el mono, montando en
cólera, lo agarró y lo tiró contra una piedra rompiéndole la cabeza y el
consejo que estaba dentro.
Después volvió a calentarse a la luz de la luciérnaga, olvidándose de
unirse a la manada de sus compañeros que buscaban otro lugar para
resguardarse del frío.
Al amanecer estaba muerto, congelado, sobre la pequeña luz ahora también apagada.
De los cuentos del Panchatandra
Mientras hojeaba sus “dossier” matrimoniales, el diablo observó con enojo que todavía quedaba una pareja sobre la tierra, que vivía de amor y en concordia.
Decide
hacer una inspección. Se trataba en realidad de una pareja común: sin
embargo emanaba tanto amor que alrededor de ella parecía que fuese una
eterna primavera.
El diablo quiso conocer el secreto de aquel amor.
No
hay ningún secreto –le explicaron los dos-. Vivimos nuestro amor como
una competencia: cuando uno de los dos se equivoca, el otro asume la
culpa; cuando uno de los dos obra bien, el otro recibe las alabanzas;
cuando uno de los dos sufre, el otro recibe el consuelo; cuando uno de
los dos se alegra, el otro se complace. En fin, competimos siempre a ver
quién llega antes.
Al diablo le pareció todo esto tonto. Y
se marchó sin hacerles daño. Y por eso pueden todavía existir parejas
felices en la tierra.
Dino Semplici
Un día se le ocurrió hacer un viaje al diablo. Regresaría –se
prometió a sí mismo- cuando encontrase a un hombre capaz de reconocerle.
Amontonó en una mochila una media docena de almas y un pan de azufre y
partió.
Camina, camina, camina, después de muchos miles de kilómetros de
carretera, al diablo le vino la duda de si había tomado una decisión
equivocada: en efecto, por los caminos del mundo no había encontrado
ninguna persona digna, no sólo por interés, sino que ni siquiera por
curiosidad. Decidió entonces, desde el momento en que se encontraba
cansado, visitar algún lugar sagrado: pero ni siquiera allí, donde más
feroz era la luz contra él, notó algo que lo maravillase.
Desconfiado y desilusionado, descansaba melancólico a la sombra de un
haya, cuando un viajero acalorado, con una bolsa en bandolera, se paró
cerca de él.
“Tú eres el diablo”, le dice el hombre en actitud de reemprender el camino.
“¿Cómo lo sabes?”, preguntó extrañado el demonio.
“Cuestión de costumbre. Mira, yo soy por oficio, viajero, viajo mucho
y conozco la psicología de la gente. Y bien, en los diez minutos que
estamos juntos: no me diste conversación, y por lo tanto no eres una
persona fastidiosa; no te has lamentado del tiempo, y por lo tanto no
eres un imbécil; no me has asaltado, por lo tanto no eres un
pendenciero; no me has ofrecido de beber, por lo tanto no eres un buen
compañero; no me has siquiera saludado, por lo tanto no eres un hombre
gentil; no me has preguntado qué tengo en la bolsa, por lo tanto no eres
un entrometido. Y si no eres un fastidioso, ni un imbécil, ni un
pendenciero, ni un buen compañero, ni un hombre gentil, ni un
entrometido, entonces no eres un hombre. No eres nadie. No puedes ser
otro que el Diablo”.
El diablo, al oír este discurso, se arrancó el cabello y se rascó la cabeza.
“Y además tienes los cuernos”, constató el hombre mientras escapaba a toda carrera.
Dino Semplici
Un vecino del sabio Yang que había perdido una oveja, mandó a todos
sus hombres a buscarla y le pidió al sirviente de Yang que se uniera a
ellos.
— ¡Qué! –exclamó Yang-, ¿necesita usted a todos estos hombres para encontrar a una oveja?
— Son muchos los senderos que puede haber seguido –explicó el vecino.
Cuando regresaron, Yang preguntó al vecino:
— Bueno, ¿encontraron la oveja?
El vecino contestó que no. Entonces Yang preguntó por qué habían fracasado.
— Hay demasiados senderos –respondió el otro-, un sendero conduce a
otro, y no supimos cuál tomar; así es que regresamos. Yang se quedó
hondamente pensativo. Permaneció silencioso largo tiempo y no sonrió en
todo el día… Sus discípulos estaban sorprendidos.
— Una oveja es una nadería –dijeron-, y ésta no era ni siquiera suya, ¿por qué tiene usted que dejar de hablar y sonreír?
Yang no respondió, y sus discípulos se llenaron de perplejidad. Uno de ellos fue a contárselo a otro sabio llamado Xindu Zi.
— Cuando hay demasiados senderos –dijo Xindu Zi- un hombre no puede
encontrar su oveja. Cuando un estudiante se dedica a demasiadas cosas,
malgasta su tiempo y pierde su ruta. Tú eres el discípulo de Yang Zi y
aprendes de él; sin embargo, parece que no has llegado a aprender nada. ¡Qué lástima!
Popular chino
En todo aquel verano, una extraña agitación había invadido el mundo de las plantas.
Un álamo de ideas nuevas, un álamo altivo y erguido, se había puesto a
arengar al pueblo vegetal, se había hecho instigador de una nueva
corriente de pensamiento. Un pensamiento tan extraño, que jamás, desde
la creación hasta ahora, había pasado por la imaginación de alguien.
“¡Hermanos míos!”, proclamaba, “desde tiempos muy remotos el glorioso
pueblo de las plantas ha ocupado con honor la Tierra. Todas las
criaturas, hombres y animales, dependen de nosotros. Somos nosotros
quienes damos aliento a los animales, para que puedan abastecer al
hombre de carne y lacticinios, huevos y lana para hilar. Pájaros e
insectos se nutren de nuestras flores. Podemos, por lo tanto, afirmar
que imperamos sobre el universo y que todas las criaturas dependen de
nosotros. Sin embargo, queridos amigos, existe una potencia de la cual
dependemos, y que ¡de ninguna manera depende de nosotros! Me refiero a
aquel globo celeste que durante el día nos prodiga su luz: ¡sí, el Sol!
Yo, por mi parte, considero que la luz del Sol no es para nada necesaria
a la vida de las planas. Se trata de un mito viejo y superado, de una
superstición indigna de una planta moderna y consciente”.
Llegado a este punto el orador hace una pausa.
En un antiguo jardín envejecidas encinas hicieron oír un murmullo de
desaprobación, pero en el campo de los jóvenes vástagos, “en
unanimidad”, susurró un aplauso entusiasta.
Con voz más alta, el Álamo continúa: “Se muy bien que en el mundo de
las plantas un bando retrógrado permanece apegado a ideas fuera de moda,
pero confío en el buen juicio de las nuevas generaciones, que espero
estarán de acuerdo en la decisión de no aceptar más esta tonta
superstición. Debemos bastarnos a nosotros mismos. No queremos más
doblegarnos bajo ningún yugo, mucho menos aquél del Sol. Una generación
de plantas nuevas y más bellas está por aparecer, hasta el punto de
asombrar al mundo. ¡Tu reino está por terminar, viejo astro de la luz
interrumpiendo una lluvia de aplausos, “la cosa no presenta dificultad.
Haremos lo que los hombres llaman “paro”: durante el día nos rehusaremos
a todo género de trabajo, desarrollando en cambio toda nuestra
actividad en las horas nocturnas. Creceremos de noche, floreceremos de
noche, exhalaremos de noche nuestros perfumes,
produciremos de noche la simiente adaptada a preparar una nueva raza
vegetal. ¡Alcanzaremos así una forma de existencia verdaderamente digna
de una planta libre”!
De esta manera, el Álamo de las ideas nuevas dio comienzo a la nueva
experiencia. Se verificó entonces un extraño fenómeno: en los días de
sol, casi todas las flores permanecían encerradas en sí mismas, de
manera que los bosques y los jardines perdían su color. Solamente al
caer de la tarde o en la oscuridad de la noche, los coloridos cálices se
abrían bajo la pálida claridad de las estrellas.
Pero aquellos
pobres ilusos, víctimas de un engañoso espejismo, no tardaron en
arrepentirse de su ingenuidad. Todo el follaje lúcido y verde empezó a
perder frescura, a teñirse de amarillo y marchitarse como para un
invierno precoz. Las mariposas dejaron de visitar las rosas y de
trasportar el polen mensajero de vida. Los pájaros cesaron de gorjear
entre las ramas. Aquel año no hubo mies abundante, ni pasto para los
animales, ni cosecha de uva con racimos de oro.
Pero la primavera, igualmente vino aquel año. Ahora el Álamo de las
nuevas ideas callaba. Estaba muerto, y con sus ramas muertas y desnudas
parecía un espantajo. Nadie se acordaba más de sus prédicas. Y el
perfume que exultaban de tantas flores de la tierra se clavó como un
rendimiento de gracias hacia el viejo Sol siempre joven, fuente
inagotable de alegría y de vida.
J. Joergensen