Un día se le ocurrió hacer un viaje al diablo. Regresaría –se
prometió a sí mismo- cuando encontrase a un hombre capaz de reconocerle.
Amontonó en una mochila una media docena de almas y un pan de azufre y
partió.
Camina, camina, camina, después de muchos miles de kilómetros de carretera, al diablo le vino la duda de si había tomado una decisión equivocada: en efecto, por los caminos del mundo no había encontrado ninguna persona digna, no sólo por interés, sino que ni siquiera por curiosidad. Decidió entonces, desde el momento en que se encontraba cansado, visitar algún lugar sagrado: pero ni siquiera allí, donde más feroz era la luz contra él, notó algo que lo maravillase.
Desconfiado y desilusionado, descansaba melancólico a la sombra de un haya, cuando un viajero acalorado, con una bolsa en bandolera, se paró cerca de él.
“Tú eres el diablo”, le dice el hombre en actitud de reemprender el camino.
“¿Cómo lo sabes?”, preguntó extrañado el demonio.
“Cuestión de costumbre. Mira, yo soy por oficio, viajero, viajo mucho y conozco la psicología de la gente. Y bien, en los diez minutos que estamos juntos: no me diste conversación, y por lo tanto no eres una persona fastidiosa; no te has lamentado del tiempo, y por lo tanto no eres un imbécil; no me has asaltado, por lo tanto no eres un pendenciero; no me has ofrecido de beber, por lo tanto no eres un buen compañero; no me has siquiera saludado, por lo tanto no eres un hombre gentil; no me has preguntado qué tengo en la bolsa, por lo tanto no eres un entrometido. Y si no eres un fastidioso, ni un imbécil, ni un pendenciero, ni un buen compañero, ni un hombre gentil, ni un entrometido, entonces no eres un hombre. No eres nadie. No puedes ser otro que el Diablo”.
El diablo, al oír este discurso, se arrancó el cabello y se rascó la cabeza.
“Y además tienes los cuernos”, constató el hombre mientras escapaba a toda carrera.
Dino Semplici
Camina, camina, camina, después de muchos miles de kilómetros de carretera, al diablo le vino la duda de si había tomado una decisión equivocada: en efecto, por los caminos del mundo no había encontrado ninguna persona digna, no sólo por interés, sino que ni siquiera por curiosidad. Decidió entonces, desde el momento en que se encontraba cansado, visitar algún lugar sagrado: pero ni siquiera allí, donde más feroz era la luz contra él, notó algo que lo maravillase.
Desconfiado y desilusionado, descansaba melancólico a la sombra de un haya, cuando un viajero acalorado, con una bolsa en bandolera, se paró cerca de él.
“Tú eres el diablo”, le dice el hombre en actitud de reemprender el camino.
“¿Cómo lo sabes?”, preguntó extrañado el demonio.
“Cuestión de costumbre. Mira, yo soy por oficio, viajero, viajo mucho y conozco la psicología de la gente. Y bien, en los diez minutos que estamos juntos: no me diste conversación, y por lo tanto no eres una persona fastidiosa; no te has lamentado del tiempo, y por lo tanto no eres un imbécil; no me has asaltado, por lo tanto no eres un pendenciero; no me has ofrecido de beber, por lo tanto no eres un buen compañero; no me has siquiera saludado, por lo tanto no eres un hombre gentil; no me has preguntado qué tengo en la bolsa, por lo tanto no eres un entrometido. Y si no eres un fastidioso, ni un imbécil, ni un pendenciero, ni un buen compañero, ni un hombre gentil, ni un entrometido, entonces no eres un hombre. No eres nadie. No puedes ser otro que el Diablo”.
El diablo, al oír este discurso, se arrancó el cabello y se rascó la cabeza.
“Y además tienes los cuernos”, constató el hombre mientras escapaba a toda carrera.
Dino Semplici
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