Un joven caminaba de un pueblo a otro atravesando una cadena de montañas. En un momento dado, una espesa niebla empezó a cubrirlo todo. El chico apretó el paso para llegar antes, pero dio un traspié en un recodo y cayó al vacío.
En su caída, movió los brazos desesperado y logró asirse a una rama. ¡Qué fortuna, había salvado la vida! Pero, ¿cómo ascender? La pared era vertical. Además, no se veía nada a causa de la niebla.
Allí colgado de una rama, en medio de la nada, se vio perdido y gritó:
-¡Dios, ayúdame!
Y de pronto una voz acudió a su mente, clara y atronadora:
-Déjate caer. Confía.
El muchacho sacudió la cabeza. Debía de estar teniendo una alucinación absurda. Hacía muchísimo frío y ya era de noche.
Gritó otra vez:
-Si existes, Señor, ayúdame. ¡Me muero de frío!
Y, de nuevo, la voz en su interior.
-Déjate caer. Confía.
Al cabo de ocho horas, el día amaneció y unos aldeanos pasaron por el mismo sendero. En el punto donde había caído el muchacho encontraron su bastón. Se asomaron al borde del camino y lo que vieron les dejó atónitos: allí estaba el muchacho, muerto por congelación, cogido a una rama. Pero debajo de él no había ningún vacío sino otro camino, a tan sólo un metro de sus tiesos pies helados.
Debido a la niebla no se había dado cuenta de que no había precipicio alguno, sino otro sendero que atravesaba las montañas.
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