viernes, 29 de noviembre de 2013

EL ATIZADOR.

Una pobre abuela criaba con mucha fatiga a un sietecito que quedó huérfano muy pequeñito. Pero con el correr del tiempo, se encontró frente a un alarmante descubrimiento: el niño había tomado la costumbre de robar… ¡Era un ladrón!
   
Empleó todos los medios para combatir aquella tendencia. Pero nada surtía efecto: el niño llevaba el vicio de robar dentro de sí. Ni amenazas, ni promesas surtían algún efecto.



   
Faltándole ya recursos, la abuela lo amenazó con un castigo terrible, si aunque fuese una sola vez hubiese recaído en aquella culpa.
   
“¿Ves este atizador?… Si te vuelvo a sorprender robando, lo pongo a calentar en el fuego y te traspaso la mano de parte a parte”.
   
Pero el niño volvió a robar-… Agarró de la cartera deteriorada de la abuela uno de los pocos billetes y corrió a gastarlo.
   
Cuando volvió a casa, la abuela, que ya había descubierto el robo, lo agarró por las manos y lo arrastró hacia la cocina. Después empuñó el atizador, lo puso en el carbón encendido y esperó a que se pusiese candente.
   
El niño contemplaba asustado los preparativos. No podía creer la amenaza. Estaba tan convencido de la bondad de la abuela, que la creía incapaz de un gesto tan atroz. No podía creer.
   
Pero he aquí, que la anciana lo agarró empujándolo hacia el brasero, extraño el atizador ya incandescente. Después bruscamente dejo ir al niño y ella se traspasó de parte a parte su propia mano de piel curtida y arrugada.
   
Pasó el tiempo y el pequeño ladrón se hizo un hombre. Un hombre que nunca ha robado. Antes que meter la mano en las cosas que no le pertenecen, se la dejaría quemar.

Georges Richard-Molard

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