En
una noche de invierno, cuando más brillaba el sol, una manada de cerdos
volaba de flor en flor, hasta que se posaron en las ramas de una de
ellas despidiendo un suave olor.
Allí,
a la vuelta de la esquina, a la luz de un farol apagado, donde el manco
le cortaba el pelo al calvo, mientras el mudo les leía… un sordo
escuchaba y el ciego les miraba; me encontré con la ternura de la
calavera de la muerte, que sacando de su desnuda chaqueta una desnuda
pistola y poniéndosela en su desnuda frente dijo: – Más vale morir que
perder la vida.
Aterrorizado
ante el hecho, salí de casa corriendo y me encontré un esqueleto que
estaba tan gordo y flaco que el pobre no tenía huesos. Con mi navaja
trapera -que no tiene hoja ni mango- le atravesé el corazón. Él me dijo:
– Me has matado-. Así yo lo reconozco, pues echaba tanta sangre que
llenó todo de polvo.
Me
persiguió la injusticia que iba en un carro sin ruedas. Yo monté en un
caracol, raudo como una centella, pero me caí en un precipicio de un
centímetro de alto, produciéndome chichones de metro y medio de anchos.
¡Qué dolor más agradable!, ¡qué dulce fue la caída! y aún tuve mucha
suerte pues caí de abajo arriba.
Llegué
a casa medio viva, cansada de no hacer nada, encendí la puerta y abrí
la luz hasta el fondo, di de comer al geranio y cogí peras del olmo.
Acostándome en la percha, colgué la ropa en la cama diciéndole a mi
abuela de seis años, con gran afán: – Deme sed, que tengo agua-…. Y en
ese instante me desperté.
Con un poco por aquí y otro poco por allá, os he contado esta historia: creedla, que no es verdad.
Anónimo
No hay comentarios:
Publicar un comentario