Había un pobre sin morada fija. No poseía nada, ni casa, ni huerto, ni siquiera un asno.
Sobrevivía mendigando y recogiendo frutos salvajes; vestía un sobretodo descosido y escondía su cabeza pelada en un sombrero verdoso.
Pero no era infeliz. Se contentaba con vivir, contemplar el cielo, beber en la fuente. No deseaba nada. Y cuando no se desea nada se termina siendo casi feliz.
Un día, dando vueltas por las calles de una ciudad vio en la cabeza de un chaval pobre una vieja corona de lata adornada con cascabeles.
A cada movimiento del chaval las campanillas resonaban: dindán, dindán. ¡Qué maravilla!
El mendigo, aunque sabio hasta aquel día, quedó con la boca abierta. ¡Qué hermosura, poder arrojar el sombrero verdoso y ponerse en la cabeza aquella especie de anillo brillante que resonaba sin descanso!
Había nacido en su corazón inocente el primer deseo. El primero de una serie ilimitada. Había terminado la paz.
Desde aquel día el mendigo dejó de explayarse mirando las nubes, de zambullirse en el riachuelo, de coger moras y madroños. Soñaba con la corona de latón como jamás ningún príncipe ambicioso había soñado el emblema del poder imperial. Se volvió triste, hasta huraño.
Entonces pensó ofrecerle sus servicios al chaval de la corona de lata. ¡Qué brillante era, cómo sonaba alegre! Ya podía ser feliz el pobre mendigo.
Pero no lo era. Cada vez que resonaba un cascabel, un nuevo deseo se le encendía en el corazón. Deseaba todas las cosas más absurdas, todas las dulces, vanas e irresistibles bagatelas del mundo.
Entonces comprendió que su corona de lata no era más que un capricho, incapaz de darle otra cosa que no fuera intranquilidad y desorden.
Y con un profundo suspiro devolvió al chaval su corona de lata. Y volvió a sentirse libre y casi feliz.
Cuento español
Sobrevivía mendigando y recogiendo frutos salvajes; vestía un sobretodo descosido y escondía su cabeza pelada en un sombrero verdoso.
Pero no era infeliz. Se contentaba con vivir, contemplar el cielo, beber en la fuente. No deseaba nada. Y cuando no se desea nada se termina siendo casi feliz.
Un día, dando vueltas por las calles de una ciudad vio en la cabeza de un chaval pobre una vieja corona de lata adornada con cascabeles.
A cada movimiento del chaval las campanillas resonaban: dindán, dindán. ¡Qué maravilla!
El mendigo, aunque sabio hasta aquel día, quedó con la boca abierta. ¡Qué hermosura, poder arrojar el sombrero verdoso y ponerse en la cabeza aquella especie de anillo brillante que resonaba sin descanso!
Había nacido en su corazón inocente el primer deseo. El primero de una serie ilimitada. Había terminado la paz.
Desde aquel día el mendigo dejó de explayarse mirando las nubes, de zambullirse en el riachuelo, de coger moras y madroños. Soñaba con la corona de latón como jamás ningún príncipe ambicioso había soñado el emblema del poder imperial. Se volvió triste, hasta huraño.
Entonces pensó ofrecerle sus servicios al chaval de la corona de lata. ¡Qué brillante era, cómo sonaba alegre! Ya podía ser feliz el pobre mendigo.
Pero no lo era. Cada vez que resonaba un cascabel, un nuevo deseo se le encendía en el corazón. Deseaba todas las cosas más absurdas, todas las dulces, vanas e irresistibles bagatelas del mundo.
Entonces comprendió que su corona de lata no era más que un capricho, incapaz de darle otra cosa que no fuera intranquilidad y desorden.
Y con un profundo suspiro devolvió al chaval su corona de lata. Y volvió a sentirse libre y casi feliz.
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