La prudencia tiene ojos y lengua, eso nadie puede dudarlo. Lástima
que casi siempre ande cabizbaja y bale en chino. Esta pudiera ser la
introducción a la historia de la oveja negra, precisamente escogida por
el tigre para apoderarse del rebaño. Resulta que como por el colorido
oscuro recibía los topones de sus compañeras y la propia madre parecía
quererla menos que a las blancas, esta ovejita tonta vivía amargada y
resentida. Por eso le quedó sonando lo que le dijo el tigre, deslizado
un atardecer hasta el tunal o conjunto de tunos en donde nacía la
“mana”, de modo que el agua y la fresca sombra formaban un bebedero
incomparable.
– Ovejita triste: para soportar golpes y desprecios, mejor estarías en los cerros, sin pastor que te trasquile y sin colegas blancas que te joroben la vida.
– Pero si yo me fugo de aquí, me vas a comer en cualquier matorral.
– Ovejita mal pensada –contestó el felino, haciéndose el disgustado–. Inténtalo y te convencerás de que nunca has tenido mejor amigo, te doy mi palabra. Además, para tu tranquilidad te informo que la carne de cordero se me indigesta: lo mismo debe pasar con la de oveja.
Entonces la ovejita negra pensó que aquella propuesta se la hacía, de la mejor buena fe, un poderoso señor, instalado en espléndida casa, a la entrada del páramo. Y ya sin la menor desconfianza, se escapó del corral de tablas y del potrero cercado con alambre de púas, y se perdió en los charrascales del cerro en donde, en verdad, no escaseaba el pasto.
Las primeras noches tuvo miedo de la soledad y del tigre, pero después de una semana comenzó a gozar de los privilegios de su nueva vida. Saltaba alegre debajo de los tunos, se echaba al sol en los gramales, se quedaba dormida junto a la quebrada, oyendo el rumor del agua, y se paraba a balar en lo más alto del cerro, como proclamándole al mundo su contento.
Una mañana se encontró con el tigre, que la saludó de esta manera:
– Buenos días, doña ovejita distinta. Y te digo así porque en poco tiempo de buena vida eres realmente otra. Antes impresionabas por lo flaca y desmirriada. Ahora luces gorda, imponente, hermosa. Además de que en el balido se te notan la salud y el buen genio.
– En realidad me siento distinta de lo que era –contestó la oveja.
Y eso, ¿a quién se lo debes?
– A ti, buen amigo.
– Es apenas justo que lo reconozcas –observó el tigre–. Y agregó:
– Valdría la pena que te vieran las otras ovejas: las que se quedaron en el fétido corral.
– Estoy seguro de que se morirían de envidia.
No se necesita mucha malicia para adivinar que esa misma tarde la oveja fue a visitar a sus antiguas compañeras, sin pasar, naturalmente, la cerca de púas.
– ¡Qué llena y fuerte estás! –le dijo la oveja que más la mortificaba con los topones.
– Es increíble tu cambio –le confesó la oveja madre–. Me parece que ahora eres la mejor de la familia.
– ¡Qué doncellota estás! –fue el piropo del carnero que nunca antes había puesto en ella los ojos.
– Que te ves muy bien ni lo dudo, observó la oveja de ojos claros que por el exceso de lana era llamada La Mechuda. Ahora, lo importante es saber a qué se debe tan ventajoso cambio.
– A la vida libre del cerro, a la hierba fresca y al agua limpia disfrutada a voluntad, explicó la oveja.
– Y ¿el tigre? –preguntaron con afán más de dos baladoras a la vez.
– Esos temores los han creado los chismes del pastor, para que no nos alejemos del potrero –respondió la aventurera–. Puedo jurar que el tigre es un buen amigo nuestro. Si les dijera que justamente es él quien me indica en dónde están los mejores pastos, ustedes no lo creerían.
– La conducta del tigre con nuestra hermana negra me parece bastante sospechosa. Yo no me movería de aquí –afirmó La Mechuda, cuyos reparos pusieron recelosas a muchas ovejas.
Habló así, entonces, La Motosa, la de los rulos en la lana, que por continuo mirar a las lejanías de los páramos tenía fama de clarividente:
– No niego que el tigre sea uno de los riesgos de la libertad: pero, ¿qué es preferible: la pradera abierta con tigre o el corral perpetuo?
Después de este concepto, la oveja negra no tuvo necesidad de aclarar que al tigre le hacía daño la carne de cordero, porque dejando a La Mechuda con su desconfianza, el resto del rebaño atropelló la cerca dé alambre y se perdió por los cerros en busca de pastos en flor.
No es difícil imaginar que las ovejitas estuvieron muy contentas durante los primeros días de hierba fresca y de libertad; pero no así cuando comenzaron a notar que ciertas madrugadas desaparecía una de ellas y cada vez el tigre se volvía más gordo y dormilón.
Y colorín colorado, que este cuento se ha acabado.
– Ovejita triste: para soportar golpes y desprecios, mejor estarías en los cerros, sin pastor que te trasquile y sin colegas blancas que te joroben la vida.
– Pero si yo me fugo de aquí, me vas a comer en cualquier matorral.
– Ovejita mal pensada –contestó el felino, haciéndose el disgustado–. Inténtalo y te convencerás de que nunca has tenido mejor amigo, te doy mi palabra. Además, para tu tranquilidad te informo que la carne de cordero se me indigesta: lo mismo debe pasar con la de oveja.
Entonces la ovejita negra pensó que aquella propuesta se la hacía, de la mejor buena fe, un poderoso señor, instalado en espléndida casa, a la entrada del páramo. Y ya sin la menor desconfianza, se escapó del corral de tablas y del potrero cercado con alambre de púas, y se perdió en los charrascales del cerro en donde, en verdad, no escaseaba el pasto.
Las primeras noches tuvo miedo de la soledad y del tigre, pero después de una semana comenzó a gozar de los privilegios de su nueva vida. Saltaba alegre debajo de los tunos, se echaba al sol en los gramales, se quedaba dormida junto a la quebrada, oyendo el rumor del agua, y se paraba a balar en lo más alto del cerro, como proclamándole al mundo su contento.
Una mañana se encontró con el tigre, que la saludó de esta manera:
– Buenos días, doña ovejita distinta. Y te digo así porque en poco tiempo de buena vida eres realmente otra. Antes impresionabas por lo flaca y desmirriada. Ahora luces gorda, imponente, hermosa. Además de que en el balido se te notan la salud y el buen genio.
– En realidad me siento distinta de lo que era –contestó la oveja.
Y eso, ¿a quién se lo debes?
– A ti, buen amigo.
– Es apenas justo que lo reconozcas –observó el tigre–. Y agregó:
– Valdría la pena que te vieran las otras ovejas: las que se quedaron en el fétido corral.
– Estoy seguro de que se morirían de envidia.
No se necesita mucha malicia para adivinar que esa misma tarde la oveja fue a visitar a sus antiguas compañeras, sin pasar, naturalmente, la cerca de púas.
– ¡Qué llena y fuerte estás! –le dijo la oveja que más la mortificaba con los topones.
– Es increíble tu cambio –le confesó la oveja madre–. Me parece que ahora eres la mejor de la familia.
– ¡Qué doncellota estás! –fue el piropo del carnero que nunca antes había puesto en ella los ojos.
– Que te ves muy bien ni lo dudo, observó la oveja de ojos claros que por el exceso de lana era llamada La Mechuda. Ahora, lo importante es saber a qué se debe tan ventajoso cambio.
– A la vida libre del cerro, a la hierba fresca y al agua limpia disfrutada a voluntad, explicó la oveja.
– Y ¿el tigre? –preguntaron con afán más de dos baladoras a la vez.
– Esos temores los han creado los chismes del pastor, para que no nos alejemos del potrero –respondió la aventurera–. Puedo jurar que el tigre es un buen amigo nuestro. Si les dijera que justamente es él quien me indica en dónde están los mejores pastos, ustedes no lo creerían.
– La conducta del tigre con nuestra hermana negra me parece bastante sospechosa. Yo no me movería de aquí –afirmó La Mechuda, cuyos reparos pusieron recelosas a muchas ovejas.
Habló así, entonces, La Motosa, la de los rulos en la lana, que por continuo mirar a las lejanías de los páramos tenía fama de clarividente:
– No niego que el tigre sea uno de los riesgos de la libertad: pero, ¿qué es preferible: la pradera abierta con tigre o el corral perpetuo?
Después de este concepto, la oveja negra no tuvo necesidad de aclarar que al tigre le hacía daño la carne de cordero, porque dejando a La Mechuda con su desconfianza, el resto del rebaño atropelló la cerca dé alambre y se perdió por los cerros en busca de pastos en flor.
No es difícil imaginar que las ovejitas estuvieron muy contentas durante los primeros días de hierba fresca y de libertad; pero no así cuando comenzaron a notar que ciertas madrugadas desaparecía una de ellas y cada vez el tigre se volvía más gordo y dormilón.
Y colorín colorado, que este cuento se ha acabado.
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