lunes, 30 de diciembre de 2013

LA SOPA CALIENTE DE LA POBRE MUJER.

Rebeca era la mujer más pobre de su pueblo. Poseía solamente la ropa que llevaba puesta y esa ya era poca, porque su blusa y su falda estaban rotas, y los zapatos y las medias llenos de agujeros.
Todos la conocían y Rebeca conocía a todo el mundo. Sabía en qué puerta debía tocar cuando sentía hambre, y donde podía encontrar un techo para protegerse al dormir, cuando el frío ya no le permitía pasar las noches bajo el cielo. Llevaba una vida muy humilde, pero ya de había acostumbrado y no conocía otra cosa. A un campesino que una vez le compadeció por su pobreza, le contestó: «Por lo menos desconozco uno de los infortunios de los que todos ustedes tienen que sufrir», y cuando el campesino la miró interrogante, continuó: «a todos ustedes yo les pido limosna, pero a mí nadie me pide nada». Y con una risa pícara cogió el pan que el campesino le había regalado, y siguió su camino.

Ahora bien, en aquel invierno del que estamos hablando, había mucha hambre y frío en toda la región, así que la gente casi no tenía lo suficiente para alimentarse ellos mismos, y con pocos deseos querían compartir algo con la mendiga. Tenía que tocar muchas puertas para juntar su pobre refrigerio. Un día, Rebeca había recibido un poco de sopa caliente que apenas llenaba la mitad de su jarro. Cuando se sentó a la orilla del camino para comer, de repente vio acercarse aun hombre y a una mujer con un burrito.
Vosotros ya habréis adivinado quiénes son: María y José en su camino a Belén. El hombre tenía una mirada ceñuda, y la pálida cara de la mujer estaba tan demacrada que hasta Rebeca sintió compasión.

«Oigan», los llamó «¿por qué están tan tristes y decaídos? ¿Qué es lo que les falta?» José la miró sin hablar nada, sopesando con la mirada el jarro. Pero María le contestó casi sin voz: «No tenemos qué comer y eso nos dificulta la caminata». «Y por qué no se compran algo de comer? ¿O por qué no piden algo para comer?», continuó la mendiga. «Lo hemos intentado», confesó María apenada, «pero nadie nos quiso dar nada». «Sí, sí», murmuró la mujer, «son malos tiempos y la gente no tiene ni para sí misma. Miren lo poco que me han regalado a mí». Y les mostró el jarro con el poquito de sopa. Y de repente le vino una brillante idea, que nunca antes le había pasado por la mente: «Díganme, ¿traen un recipiente consigo?». Desde luego María y José llevaban un jarro. «Vamos a compartir», decidió la mendiga, «mi sopa y la penuria de ustedes». José sacó su jarro y la mujer le echó todo lo que pensaba que les era indispensable, y luego un poco más. Entonces su propio jarro quedó vacío, pero ella llegó a sujetarlo de tal manera que María y José no lo notaron. Cuando Rebeca vio comer a las dos personas hambrientas, sintió una alegría como jamás había experimentado. Hasta su propio apetito se le olvidé por completo.
Sólo tardaron unos instantes en terminar la sopa, y ya María y José estaban en camino otra vez.
Por mucho tiempo Rebeca siguió con la mirada a los caminantes, que le habían mostrado una miseria que hasta ahora ni había conocido, y que la había llenado de tanta alegría. Cuando finalmente se agachó para levantar su jarro vacío, lo encontró lleno hasta el borde de una rica sopa caliente, que satisfizo de inmediato toda su hambre.

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