miércoles, 18 de diciembre de 2013

LOS ANTEOJOS DE DIOS.


Los anteojos de Dios

Un empresario que acababa de fallecer iba camino del cielo, donde esperaba encontrarse con el Padre Eterno para ser juzgado, en un proceso sin trampa ni cartón. No iba nada tranquilo, por cierto, porque en su vida había realizado muy pocas cosas buenas. Mientras se acercaba al cielo, iba buscando en su conciencia ansiosamente aquellos recuerdos de cosas valiosas que había hecho en su vida, pero pesaban mucho sus años de explotador y usurero.

Había encontrado en sus bolsillos alguna carta de personas a las que había tratado de ayudar, para presentárselas a Dios como aval de sus escasas buenas obras. Llegó al fin a la entrada principal, sin poder disimular su preocupación. Se acercó despacio, y le extrañó mucho ver que allí no había cola para entrar ni se encontraba nadie en las salas de espera. Pensó: «o aquí vienen muy pocos clientes, o les hacen entrar enseguida... ». Siguió avanzando, y su desconcierto fue aún mayor al ver que todas las puertas estaban abiertas y no había nadie para vigilarlas. Golpeó la puerta con el puño. Nadie contestó. Dio una palmada, y nadie salió a recibirlo. Miró hacia dentro y quedó maravillado de lo hermosa que era aquella mansión, pero allí no se veían ni ángeles ni santos ni doncellas vestidas de luz. Se animó un poco más y avanzó hasta llegar a una puerta acristalada... Y nada. Finalmente, se encontró justo en el centro del paraíso, sin que nadie se lo impidiera.
Pensó: «¡Aquí todos deben de ser gente honrada! ¡Mira que dejar la puerta abierta y sin
nadie que vigile... ! »,

Poco a poco fue perdiendo el miedo y, fascinado por lo que veía, se fue adentrando en los patios de la gloria. Aquello era precioso. Como para pasarse una eternidad contemplando el lugar. De pronto, se encontró ante algo que tenía que ser el despacho de alguien muy importante. Sin duda era la oficina de Dios. Por supuesto que también estaba la puerta abierta de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar; pero en el cielo todo termina por inspirar confianza, así que penetró en la sala y se acercó al escritorio, una mesa espléndida. Sobre ella había unos anteojos, que él comprendió debían de ser los anteojos de Dios. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación de usarlos para echar una miradita hacia la tierra. Fue ponérselos y caer en éxtasis, pensando: «[Qué maravilla! ¡Si desde aquí, con estas gafas, veo toda la tierra... ! ».
 

Con aquellos anteojos se lograba ver toda la realidad profunda de las cosas sin la menor dificultad: las intenciones de las personas, las tentaciones de los hombres y de las mujeres ... Todo estaba patente ante sus ojos. Entonces se le ocurrió una idea: trataría de buscar desde allí arriba a su socio, que sin duda estaría en la empresa donde ambos trabajaban; una especie de financiera desde donde ejercían la usura y hasta el robo, en muchas ocasiones. No le resultó difícil localizarle, pero le sorprendió en un mal momento. En ese preciso instante, su colega estaba estafando a una pobre anciana que había ido a colocar sus ahorros en aquella empresa, en un fondo de pensiones que no era sino un «camelo».
A nuestro amigo, al ver la cochinada que su socio estaba haciendo, le subió al corazón un profundo deseo de justicia. En la tierra nunca había experimentado tal sentimiento. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente ese deseo de justicia que, sin pensar en otra cosa, buscó a tientas algo debajo de la mesa para lanzárselo a su amigo (el banquillo donde Dios apoyaba los pies), con tan buena puntería que el artefacto fue a parar a la cabeza de su socio, dejándole tumbado en el sitio. En ese momento, nuestro
hombre oyó tras de sí unos pasos. Sin duda era Dios. Se volvió y, en efecto, se encontró cara a cara con el Padre Eterno.
- ¿Qué haces aquí, hijo?
- Pues... la puerta estaba abierta y he entrado ...
- Bien, bien; pero sin duda podrás explicarme dónde está el banquillo en el que apoyo mis pies cuando estoy sentado en mi mesa de trabajo.
Reconfortado por la mirada y el tono de voz de Dios, fue recuperando la serenidad.
- Bueno, pues yo he entrado en este despacho hace un momento, he visto los anteojos sobre la mesa y he caído en la curiosidad de ponérmelos y he echado una miradita al mundo...
- Sí, sí, todo eso está muy bien; estás siendo muy sincero conmigo, pero yo quisiera saber qué has hecho de mi banquillo.
- Mira, Señor, al ponerme tus anteojos he visto todo con gran claridad y he visto a mi socio. ¿Sabes, Señor?, estaba engañando a una pobre anciana, haciendo un negocio que era un engaño, y me he dejado llevar de la indignación; y, claro, lo primero que he encontrado a mano ha sido un banquillo y se lo he tirado a la cabeza: Lo he dejado K.O., Señor. ¡ Es que no hay derecho! ¡Era una injusticia!
- Imagínate que yo, cada vez que veo una injusticia en la tierra, comienzo a lanzar banquillos a la cabeza de los hombres; no sé los que quedarían ahora.
- Perdóname, Señor, he sido muy impulsivo, lo sé...
- Sí, claro. Estuvo bien que te pusieses mis anteojos, hijo, pero para mirar la tierra y a los hombres te olvidaste de una cosa, ponerte también mi corazón. La próxima vez que te sientas indignado ante algo que los demás hacen mal, no olvides ponerte también mi corazón de Padre; y recuerda: sólo tiene derecho a juzgar el que tiene poder para salvar. Vuelve ahora a la tierra, y te doy otros cinco años para que practiques lo que esta tarde has llegado a comprender ... y en ese momento nuestro amigo se despertó, empapado en sudor, observando que por la ventana entreabierta de su dormitorio entraba un espléndido sol.
Hay historias que parecen sueños, y sueños que podrían cambiar la historia.

• Quizá yo tenga una cierta facilidad para juzgar...
• Si tuviera los «anteojos de Dios», yo...
• Mi tendencia a juzgar puede revelar mi inmadurez en...
Regálame la Salud de un Cuento. José Carlos Bermejo
. Editorial SALTERRAE

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