POR CARLOS RAFAEL LANDI.
Sé que soy culpable de soñar literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a rumiar, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen instantánea.
Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara la memoria de 8 gigas. Todo esto con una voz fuerte y clara, de buen acento parisino, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte, me importaba mucho muy no darle la memoria, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos y que todo el mundo se saca fotos para poner en las redes sociales. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto y perdiéndose como una saeta.
Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la puerta del auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en el asunto. Empezó a caminar hacia nosotros. Corrí desesperado por la ribera del Sena, cada tantos minutos, alzaba los ojos y miraba para atrás, imaginaba la foto; a veces me imaginaba a la mujer, a veces el chico, recordaba irónicamente la imagen enojada de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca, y mi huída pavorosa como de la de una pesadilla sacada de un thriller de Jason de viernes trece.
Cuando desde la ventana del ático de mi casa vi venir al hombre, detenerse cerca y mirar hacia lo alto con las manos en los bolsillos y un aire de cólera entre hastiado y exigente, un sudor helado corrió por mi cuerpo patrón y entre balbuceos comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con dinero. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al viejo de cara blanca y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de toda esta locura. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que mucho que ver con el silencio de la muerte. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarse hacia mí, sentí los pasos y ni siquiera me moví, sin perderlo de vista vi que la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, y me apoyé en la pared de mi cuarto y sentí un ligero alivio porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo en la siguiente foto, huyendo con todo el pelo al viento llegar a la pasarela y volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca, en su puño se veía temblar un puñal filoso, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto negro que borraba la escena, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara. Un ardor agudo acarició mis entrañas y se apoderó de mí.
Bajé
por la escalera del Hotel Lamark de la rue Marcadet 147, el domingo 7
de noviembre, justo hace cinco meses atrás. Uno baja cinco pisos toma el
metro a dos cuadras, baja en la Concorde y ya está en el domingo, con
un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de
andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos, de filmar.
Yo soy Julio Denis, argentino, profesor de Literatura y fotógrafo aficionado. Llevaba tres semanas trabajando en la escritura de otra versión de "Continuidad de los parques". Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, ganándole al viento, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y el puente Alexander III. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo caminé hasta la isla Saint-Louis y me dispuse a recorrer la ribera del Sena, miré un rato el hotel de los inválidos, y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande, me senté en el parapeto que da al río y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías con mi Nikon de 12 megapixeles , ya no soplaba el viento.
Después seguí por la orilla del Sena hasta llegar a la punta de la isla, donde hay una linda e íntima placita. No había más que una pareja y, claro, palomas. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé iluminar por el sol, cuando de pronto vi por primera vez al jovencito.
Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo, por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huída.
Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia, pero comprendí vagamente lo que le podía estar ocurriendo al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar. Creo que sé mirar, si es que algo sé. De todas maneras, es importante elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas, aunque es más bien difícil.
Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo, mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta y vestía un abrigo de piel marrón. Todo el viento de esa mañana le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y refulgente, que atrapaba a todo el mundo a sus pies y los dejaba terriblemente solos delante de sus hermosos ojos negros rasgados.
El chico estaba bien vestido y llevaba unos guantes rojos que yo hubiera jurado que eran de su hermana mayor, estudiante de psicología o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la campera. Durante un rato no le vi la cara, apenas su perfil y una espalda de adolescente que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Sobre el final de los catorce, quizá cerca de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los amigos antes de decidirse por un café, un tostado o un jugo. Andaría por las calles pensando en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o botellas de licor. En su casa llegaría el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá. Por eso tanta calle, todo el río para él y la París misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas de un euro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, fingiendo su hombría y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego; el mayor encanto era la previsión del desenlace. El muchacho terminaría por inventar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a peinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente yo esperaba sentado, aprontando casi sin darme cuenta la cámara, para sacar una foto excitante en un rincón de la isla de una pareja nada común hablando y mirándose.
Curioso de que la escena tuviera
un final inquietante esperé para sacar la foto, si la sacaba en ese
momento la imagen solo reflejaría a dos personas comunes tomándose las
manos. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre de pelo gris
sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la
pasarela, me miraba mientras hacía que leía el diario o dormía. Acababa
de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi
desaparece, se pierde en el reflejo de los cristales. Y sin embargo el
auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte del paisaje. Un
auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza, y también el
joven y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la escena, para
mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el
hombre de blanco estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo
ese sabor maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado
suavemente hasta poner al muchachito contra el parapeto, los veía casi
de perfil, el pelo rubio y la cara de él que era más alto. ¿Por
qué esperar más? Si tenía un zoom de 22 k, con un encuadre donde no
entraba el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para
quebrar un espacio que yo tanto ansiaba.Yo soy Julio Denis, argentino, profesor de Literatura y fotógrafo aficionado. Llevaba tres semanas trabajando en la escritura de otra versión de "Continuidad de los parques". Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, ganándole al viento, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y el puente Alexander III. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo caminé hasta la isla Saint-Louis y me dispuse a recorrer la ribera del Sena, miré un rato el hotel de los inválidos, y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande, me senté en el parapeto que da al río y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías con mi Nikon de 12 megapixeles , ya no soplaba el viento.
Después seguí por la orilla del Sena hasta llegar a la punta de la isla, donde hay una linda e íntima placita. No había más que una pareja y, claro, palomas. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé iluminar por el sol, cuando de pronto vi por primera vez al jovencito.
Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo, por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huída.
Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia, pero comprendí vagamente lo que le podía estar ocurriendo al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar. Creo que sé mirar, si es que algo sé. De todas maneras, es importante elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas, aunque es más bien difícil.
Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo, mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta y vestía un abrigo de piel marrón. Todo el viento de esa mañana le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y refulgente, que atrapaba a todo el mundo a sus pies y los dejaba terriblemente solos delante de sus hermosos ojos negros rasgados.
El chico estaba bien vestido y llevaba unos guantes rojos que yo hubiera jurado que eran de su hermana mayor, estudiante de psicología o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la campera. Durante un rato no le vi la cara, apenas su perfil y una espalda de adolescente que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Sobre el final de los catorce, quizá cerca de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los amigos antes de decidirse por un café, un tostado o un jugo. Andaría por las calles pensando en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o botellas de licor. En su casa llegaría el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá. Por eso tanta calle, todo el río para él y la París misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas de un euro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, fingiendo su hombría y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego; el mayor encanto era la previsión del desenlace. El muchacho terminaría por inventar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a peinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente yo esperaba sentado, aprontando casi sin darme cuenta la cámara, para sacar una foto excitante en un rincón de la isla de una pareja nada común hablando y mirándose.
Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me
quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin la imagen reveladora,
la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero
que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos
la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer
avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle sus
últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé
los finales posibles, preví la llegada a la casa y sospeché el
azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de
dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es
que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer
rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las
novelas, en una cama que tendría un cobertor lila, y obligándolo en
cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una
luz amarilla tenue, y todo finalizaría como siempre, quizá, pero quizá
todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara de u a
ademán de un largo juego donde las torpezas, las caricias exasperantes,
la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer
por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte
de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así,
podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y
a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo
imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de
excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese
chico.
Sé que soy culpable de soñar literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a rumiar, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen instantánea.
Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara la memoria de 8 gigas. Todo esto con una voz fuerte y clara, de buen acento parisino, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte, me importaba mucho muy no darle la memoria, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos y que todo el mundo se saca fotos para poner en las redes sociales. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto y perdiéndose como una saeta.
Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la puerta del auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en el asunto. Empezó a caminar hacia nosotros. Corrí desesperado por la ribera del Sena, cada tantos minutos, alzaba los ojos y miraba para atrás, imaginaba la foto; a veces me imaginaba a la mujer, a veces el chico, recordaba irónicamente la imagen enojada de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca, y mi huída pavorosa como de la de una pesadilla sacada de un thriller de Jason de viernes trece.
Cuando desde la ventana del ático de mi casa vi venir al hombre, detenerse cerca y mirar hacia lo alto con las manos en los bolsillos y un aire de cólera entre hastiado y exigente, un sudor helado corrió por mi cuerpo patrón y entre balbuceos comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con dinero. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al viejo de cara blanca y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de toda esta locura. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que mucho que ver con el silencio de la muerte. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarse hacia mí, sentí los pasos y ni siquiera me moví, sin perderlo de vista vi que la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, y me apoyé en la pared de mi cuarto y sentí un ligero alivio porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo en la siguiente foto, huyendo con todo el pelo al viento llegar a la pasarela y volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca, en su puño se veía temblar un puñal filoso, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto negro que borraba la escena, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara. Un ardor agudo acarició mis entrañas y se apoderó de mí.
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