Todos
los días la Señora Paca llevaba su cubo de basura, que no era otra
cosa que un simple caldero remendado, al estercolero de su vecino. Al
desocupar la carga, vio entre aquel revoltijo de excrementos y basuras
un cristo pequeñito.
--¿Qué es esto? -se preguntó sorprendida.- ¿Quién lo habrá tirado? ¡Qué falta de respeto, Dios mío!
Con enfado la señora Paca lo manoseó bien, lo limpió con su delantal y lo besó como estaba mandado. Se trataba de un cristo del tamaño de un dedo índice. Le faltaban las piernas de rodillas para abajo. Sus brazos estaban en cruz y por los orificios, que presentaba en las palmas de las manos, indicaba que había tenido su cruz de madera.
La señora Paca lo recogió sin mirar su caldero y se dispuso a regresar a su casa.
--¡Mira que tirar esas cosas al abonal! -se repetía con enfado visible.
De pronto, con dudas a flor de ojos, detuvo sus cansinos pasos. En su cerebro hervía una interrogante. Corrigió su dirección y se encaminó muy decidida a la casa de su vecino. Entró sin llamar, como solía hacerlo. Metió todo el ruido que pudo para que notaran su presencia. Voceó el nombre de su vecina. Segundos después aparecía por la puerta de la cuadra la dueña de la casa, una mujeruca negruzca, como la señora Paca, con su pañolón cubriéndole las canas. Su cara siempre era risueña a pesar de sus muchas arrugas.
--¿Qué te trae, Paca?
--¿Has visto esto? ¿Por qué lo habéis tirado? No creo que tú seas capaz de tirarlo al abonal.
--¿Qué dices? -respondió la convecina, acercándose y examinando el cristo roto-. Nunca lo he visto y en esta casa menos.
En ese instante salió el marido de la cuadra. Traía en las manos sendos cubos de leche humeante, recién ordeñada. Enseguida metió baza en la conversación.
--Nunca hemos tenido un cristo tan pequeño.
--Algún renegado lo habrá tirado. ¡Hay cada gentuza!
--Pues les juro -sentenció muy seria la señora Paca- que desde hoy le rezaré todos los días y lo llevaré siempre conmigo. Este cristo ha venido a mis manos y ellas lo cuidarán.
La fe y la costumbre hicieron un templo como una montaña, en lo más hondo de la señora Paca. no hubo ni un solo día en que no rezara sus siete padrenuestros a la imagen diminuta y rota. Siete padrenuestros que a esta mujer le llenaban más que un buen lechazo o el más suculento bocado.
Pasaron los años. La señora Paca no faltó a su promesa ni en un solo minuto. Cuando, sintió que la otra vida estaba a la vuelta de la esquina y que la señora de la guadaña rondaba su casa, llamó a su hijo, a su único fruto en su vida lánguida, monótona, sin más aliciente que el trabajo de cada día en aquella aldea norteña palentina.
--Poco te puedo dejar, hijo mío. Lo único que te pido de todo corazón es que lleves siempre contigo este cristo. Durante años lo llevé yo encima y siempre me dio buena suerte. Yo lo recogí y tú debes continuar llevándolo.
--¿Qué es esto? -se preguntó sorprendida.- ¿Quién lo habrá tirado? ¡Qué falta de respeto, Dios mío!
Con enfado la señora Paca lo manoseó bien, lo limpió con su delantal y lo besó como estaba mandado. Se trataba de un cristo del tamaño de un dedo índice. Le faltaban las piernas de rodillas para abajo. Sus brazos estaban en cruz y por los orificios, que presentaba en las palmas de las manos, indicaba que había tenido su cruz de madera.
La señora Paca lo recogió sin mirar su caldero y se dispuso a regresar a su casa.
--¡Mira que tirar esas cosas al abonal! -se repetía con enfado visible.
De pronto, con dudas a flor de ojos, detuvo sus cansinos pasos. En su cerebro hervía una interrogante. Corrigió su dirección y se encaminó muy decidida a la casa de su vecino. Entró sin llamar, como solía hacerlo. Metió todo el ruido que pudo para que notaran su presencia. Voceó el nombre de su vecina. Segundos después aparecía por la puerta de la cuadra la dueña de la casa, una mujeruca negruzca, como la señora Paca, con su pañolón cubriéndole las canas. Su cara siempre era risueña a pesar de sus muchas arrugas.
--¿Qué te trae, Paca?
--¿Has visto esto? ¿Por qué lo habéis tirado? No creo que tú seas capaz de tirarlo al abonal.
--¿Qué dices? -respondió la convecina, acercándose y examinando el cristo roto-. Nunca lo he visto y en esta casa menos.
En ese instante salió el marido de la cuadra. Traía en las manos sendos cubos de leche humeante, recién ordeñada. Enseguida metió baza en la conversación.
--Nunca hemos tenido un cristo tan pequeño.
--Algún renegado lo habrá tirado. ¡Hay cada gentuza!
--Pues les juro -sentenció muy seria la señora Paca- que desde hoy le rezaré todos los días y lo llevaré siempre conmigo. Este cristo ha venido a mis manos y ellas lo cuidarán.
La fe y la costumbre hicieron un templo como una montaña, en lo más hondo de la señora Paca. no hubo ni un solo día en que no rezara sus siete padrenuestros a la imagen diminuta y rota. Siete padrenuestros que a esta mujer le llenaban más que un buen lechazo o el más suculento bocado.
Pasaron los años. La señora Paca no faltó a su promesa ni en un solo minuto. Cuando, sintió que la otra vida estaba a la vuelta de la esquina y que la señora de la guadaña rondaba su casa, llamó a su hijo, a su único fruto en su vida lánguida, monótona, sin más aliciente que el trabajo de cada día en aquella aldea norteña palentina.
--Poco te puedo dejar, hijo mío. Lo único que te pido de todo corazón es que lleves siempre contigo este cristo. Durante años lo llevé yo encima y siempre me dio buena suerte. Yo lo recogí y tú debes continuar llevándolo.
El hijo prometió la encomienda, aunque en pensamiento hizo muchos ascos, pues le daba de lado las cuestiones religiosas.
La buena señora Paca murió santamente. Su hijo lloró y cuidó el cristo roto por respeto y deber hacia su madre. Poco después, terminó por tenerlo como una reliquia de la difunta.
Pero el tiempo, dicen que todo lo cura; pero también lo estropea. El joven llegó a tener cosas más importantes en qué pensar y en qué dedicar todas sus devociones. Así, una tarde de juerga con varios amigos, entre tortilla de patata con chorizo y cebolla de la cosecha, entre cánticos y vino sin tasa, terminó durmiendo en muy malas condiciones en el pajar del cantinero. Fue una borrachera de esas que se recuerdan con escozor siempre.
Al día siguiente, después de muchas horas de sueño, comprobó el joven que todos sus bolsos habían sido vaciados:
--¡Me han dejado limpio! -se lamentaba.
--¡A mí también! -voceó otro joven compañero de francachelas.
--No os preocupéis. Poco teníamos y poco se han llevado - sentenció un tercero- ¡Que nos quiten lo bailado! ¡Y que les aproveche!
Zanjaron la cuestión continuando la fiesta. Cuando los vapores y las alegrías del jolgorio se disiparon, el hijo de la señora Paca comprendió que su promesa quedó estropeada la noche del pajar; su cristo roto había sido robado junto con las cuatro monedas que le quedaban en los bolsillos. Ni se afligió ni se molestó en indagar quién podía haber sido el ladrón.
A la semana siguiente, estos jóvenes iniciaron otra jarana similar. En esta ocasión no terminaron durmiendo en el pajar del cantinero, sino que, a trancas y barracas, se fueron a sus casas. Cuando el joven en cuestión se disponía a entrar en su domicilio dando traspiés, tropezó con algo en la oscuridad. Al principio, ofuscado por las secuelas del vino, pensó que se trataba de una piedra. Palpó el terreno y comprobó que se trataba de un diminuto objeto: ¡era su cristo roto! Ni un golpe dado a traición o un jarro de agua helada le causó tal sobresalto. Espabiló de sopetón la borrachera. Ya sereno, entró en su casa. Examinó el cristo roto y comprobó que habían sido cortadas sus piernas un trozo más, aproximadamente a medio muslo y que en sus brazos faltaban las manos. En pocas palabras, el cristo estaba más roto aún.
Guardó su reliquia en el bolso del pantalón, que era el sitio donde lo hacía siempre y, más calmado, intentó dormir y olvidar el suceso.
Volvió a transcurrir el tiempo. Ahora tenía más cuidado con su cristo, en especial cuando iba de parranda. Pero hay veces que, como dice el refrán castellano, donde menos se espera salta la liebre. Y el joven volvió a perder la imagen rota. Esta vez no sabía precisar si se la robaron, si se le cayó saltando algún arroyo o peleándose con cualquier otro mozo del pueblo. Esta vez, la preocupación tomó dimensiones gigantes en su pecho. Temía alguna nueva sorpresa:
--Bueno, -se decía para sí intentando calmarse- esperemos que aparezca de nuevo.
Al día siguiente, este joven se partía una pierna al resbalar tontamente en uno de los tres peldaños en la entrada de su casa. Lo escayolaron en la capital y al regreso, cojeando y con muletas, se encontró con su cristo. Estaba en el mismo peldaño donde resbaló tontamente.
--¡No! ¡No puede ser! -exclamó asustado, recogiendo la imagen que frotó con la mano para que brillara su bronce.
Y de nuevo su asombro creció sin límites al comprobar que de nuevo las piernas habían perdido otro pequeño trozo. Los brazos estaban mutilados hasta los codos.
El joven pensó y pensó. Se retorció los sesos y no encontraba la respuesta que necesitaba.
Y, como dice el castellano viejo, que no hay dos sin tres, asuntos más acuciantes llevaron a nuestro joven por nuevos derroteros. Poco después tenía olvidado el suceso y su pierna en perfecta condiciones. De nuevo el cristo roto se separó del joven. Esta vez no hubo ni hurto ni pérdida y menos olvido. Hubo algo mejor: boda.
Al joven le llegó su día y se casó como lo hacen la mayoría de los mozos de nuestros pueblos que quieren formar una familia. El día de la boda, al momento de vestirse para la ceremonia...
--Hoy no llevaré el cristo en el bolso -pensó el joven eufórico por el acontecimiento- ¡Total por un día que no lo lleve!
Pero, no se sabe si por casualidad o por el diablo que todo lo enreda, no volvió a acordarse de su cristo roto, que quedó arrinconado en el cajón de la alacena en la cocina. Un mes más tarde, cuando regresaba de trabajar, el joven se encontró con su esposa muerta en medio del corral. Junto a ella estaba el cristo roto, que ya carecía de brazos y de piernas totalmente. Ni los gritos, ni las promesas, ni los llantos desgarradores pusieron remedio a la desgracia.
Nuestro joven, que dejó de serlo pronto y antes de tiempo, terminó sus días en un manicomio. No dejaba que nadie le tocara. Tenía la obsesión que le robaban el cristo, el cual siempre llevaba empuñado con las dos manos. Nunca más se separó de él, incluso, cuando murió tuvieron que enterrarlo con él, pues lo tenía tan fuertemente atenazado que fue imposible quitárselo.
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