Cerca de Tokio vivía un gran samurai ya anciano, que se dedicaba a
enseñar a los jóvenes. A pesar de su edad, corría la leyenda de que
todavía era capaz de derrotar a cualquier adversario. Cierta tarde, un
guerrero conocido por su total falta de escrúpulos, apareció por allí.
Era famoso por utilizar la técnica de la provocación. Esperaba a que su
adversario hiciera el primer movimiento y, dotado de una inteligencia
privilegiada para reparar en los errores cometidos, contraatacaba con
velocidad fulminante. El joven e impaciente guerrero jamás había perdido
una lucha. Con la reputación del samurai, se fue hasta allí para
derrotarlo y
aumentar su fama. Todos los estudiantes
se manifestaron en contra de la idea, pero el viejo aceptó el desafío.
Todos juntos se dirigieron a la plaza de la ciudad y el joven comenzaba a
insultar al anciano maestro. Arrojó algunas piedras en su dirección, le
escupió en la cara, le gritó todos los insultos conocidos, ofendiendo
incluso a sus ancestros. Durante horas hizo todo por provocarlo, pero el
viejo permaneció impasible. Al final de la tarde, sintiéndose ya
exhausto y humillado, el impetuoso guerrero se retiró.
Desilusionados por el hecho de que el maestro aceptara tantos insultos y provocaciones, los alumnos le preguntaron:
-¿Cómo pudiste, maestro, soportar tanta indignidad? ¿Por qué no
usaste tu espada, aún sabiendo que podías perder la lucha, en vez de
mostrarte cobarde delante de todos nosotros? El maestro les preguntó:
-Si alguien llega hasta ustedes con un regalo y ustedes no lo aceptan,
¿a quién pertenece el obsequio? -A quien intentó entregarlo, respondió
uno de los alumnos. Lo mismo vale para la envidia, la rabia y los
insultos. -Dijo el maestro, cuando no se aceptan, continúan
perteneciendo a quien los llevaba consigo.
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