“Nadie tiene el derecho de imponerle a otro la existencia, la carga de la vida”. Esa frase fue decisiva en la vida de Julián; desde que se encontró con ella su infancia ya nunca volvió a ser la misma.
La había leído en un libro que su madre tenía en su mesita de luz y le pareció importante, aunque no entendía del todo qué significaba. Aquella frase le pegó tanto que durante semanas no pudo huir de esas palabras. En la mente de un niño de diez años la vida es la única circunstancia posible. Fuera de la vida no hay nada. No existe la muerte, no hay más países que el propio, no hay incluso otras familias. En la mente de un niño como Julián la vida no era una carga. Por eso ese instante de iluminación lo llenó de tristeza y le apagó el sol de la infancia. ‘Si mi madre está leyendo esto ya sé lo que se propone… por eso cada vez hay más libros de esos…’, se dijo Julián. Pero la cosa no cambiaba por saberlo.
Pensar en que su propia madre deseaba matarle no era sencillo de asumir; pero mucho menos lo era sentir que sería capaz de hacerlo con total tranquilidad, para cortarlo en trocitos y esconder todos sus pedazos en el fondo del jardín, como había visto que hacían en una película.
Una tarde, la madre se acercó a la cama de Julián: un cuerpo diminuto, flaquísimo y con la cara amarilla descansaba en el lugar donde ella esperaba encontrar la sonrisa de la criatura, de su criatura. Su desesperación fue rotunda. ¿Qué le ocurría? Los mejores médicos se acercaron a observar al niño pero nadie pudo hacer nada para ayudarlo.
Desesperada, la madre intentó por todos los medios hablar con Julián. ‘Pequeño, ¿qué te ocurre?, ¿qué puedo hacer para ayudarte?, ¿quién te ha hecho esto? Oh, mi niño, no te me mueras’. El niño no hablaba ni comía, se iba evaporando con la lentitud con la que desaparecen las estrellas.
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