Lo miraba fijamente como si dentro de su cuerpo hubiera algo que ella necesitaba para existir. El niño también la miraba: nunca antes había visto un pajarraco tan inmenso; bueno, una pajarraca: él siempre creía que las aves eran femeninas. Comenzaba a pensar que se trataba de una de esas alucinaciones que estaban aquejándolo desde hacía un largo tiempo y de las que su madre huía despavorida.
Cuando sus ojos estaban a punto de romperse oyó la voz de su madre que solicitaba con urgencia su presencia. Bajó las escaleras con decisión, cumplió con su madre y volvió a su habitación; la pájara ya no estaba. Dejó la ventana abierta pero no volvió a verla. Durante días enteros esperó ansioso su regreso, y cuando ya no tenía esperanzas de volver a mirarse en el fondo de sus ojos ocurrió algo que confirmaría sus sospechas.
Cerró la puerta con una violencia tímida y asustadiza y se quedó paralizado. Entonces, la vio: la inmensa pajarraca estaba parada de pie junto a la ventana. Intentó acercarse a ella pero al hacerlo ella voló hacia el sol. Y, sin saber bien cómo, el niño se vio a sí mismo surcando los aires, huyendo de esa vida que no le depararía más que lamento y tristeza.
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