Cuando amaneció el día señalado, los cristianos marcharon en procesión hacia la arena del circo romano. Pero como si desfilaran hacia al cielo y no hacia las fieras, sus rostros estaban iluminados por la alegría.
La gente se apiñaba en las calles para verlos pasar, pero, sorprendentemente, sin el jolgorio típico de los espectáculos callejeros. Esta vez, ningún niño lanzó verduras podridas ni se oyó ningún insulto. Los romanos se sentían intigrados, incluso temerosos, de aquellos excéntricos que adoraban a un hombre ajusticiado en una cruz.
Aquella mañana, en el recorrido que conducía al circo, sólo se oía el cobarde murmullo del pueblo hablando por lo bajo.
Por fin, la comitiva llegó al imponente Coliseo. Dentro les esperaban unos funcionarios que les cubrieron de pieles de conejo sangrantes para excitar a los perros que les devorarían más tarde.
De esa guisa salió el grupo a la arena. Los gritos estallaron entre la masa hambrienta del espectáculo de la muerte. Fieros canes aguardaban babeando en tres extremos equidistantes del ruedo. Entre el bullicio, un grupo numeroso de espectadores empezó a corear: "¡Muerte a los paganos! ¡Muerte a los paganos!". Era un cántico parecido al de los modernos estadios de fútbol. La palabra "pagano" se refería obviamente a los cristianos, que despreciaban a la vasta colección de dioses romanos.
Los condenados, entre los que también había niños con los pies encadenados, se dirigieron al centro del coso, como les habían ordenado. En sus posiciones, los perros tiraban de las correas, ansiosos por alimentarse.
Pero mientras los creyentes se dirigían a una muerte segura, se empezó a oír un sonido inaudito: era una melodía de voces que sonaba maravillosamente. Muchos romanos callaron para distinguirla. Se empezó a hacer el silencio y... entonces, de repente, se hizo totalmente audible: eran los propios cristianos que entonaban un cántico. ¡El gentío no daba crédito a lo que estaban presenciando! Aquella gente extraña estaba serena. Es más, sus miradas resplandecían. Algunos se abrazaban como despidiéndose, pero sin lloros ni lamentos.
El responsable de los juegos, Julio Pontio, un hombre obeso y calvo, se hallaba cobijado tras una barrera de madera. Nervioso, miró hacia el emperador y distinguió una expresión de fastidio. Enseguida hizo un gesto a los entrenadores de peroos y gritó:
-¡Soltadlos ya! ¿A qué esperáis, imbéciles?
Y a esa voz, los canes salvajes saltaron en dirección a los cristianos. En cuanto alcanzaron a sus presas, el loco rugido del pueblo encendió de nuevo el circo. Nerón y Julio Pontio respiraron aliviados. Pero el germen de la curiosidad y la admiración estaba ya plantado en la mente del pueblo. No se dejaría de hablar de los cristianos en toda la semana.