Cuando era joven, Nasrudín cruzaba todos los días la frontera con las cestas de su asno bien cargadas de paja. Se dedicaba al contrabando, y cuando llegaba a la aduana lo primero que hacía era confesarlo:
-Me llamo Nasrudín y soy contrabandista.
Los guardas le registraban una y otra vez. Comprobaban sus ropas y su carga: metían la bayoneta en la paja, la sumergían en agua e incluso habían llegado a quemarla para ver si llevaba algo oculto. Pero nuna hallaban nada.
Mientras tanto, la riqueza de Nasrudín no dejaba de aumentar. Cuando finalmente se convirtió en mulá, le destinaron a una aldea muy lejana y abandonó para siempre el contrabando.
Un día, en aquel lugar remoto, se encontró con uno de los aduaneros de su juventud. Éste no pudo resistir la tentación de preguntar:
-Ahora me lo puedes decir, Nasrudín: ¿qué pasabas de contrabando, que nunca pudimos descubrirlo?
-Asnos -respondió el sabio.
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