Un día, un sediento león se acercó a un lago de aguas transparentes y, al asomarse para beber, vio por primera vez su imagen reflejada. Asustado pensó: "Este lago es territorio de ese fiero león. ¡Tengo que marcharme!".
Pero el animal tenía mucha sed, así que, al cabo de unas horas, decidió volver. Se aproximó sigilosamente y, justo cuando inclinó el cuello para beber, ¡ahí estaba de nuevo su rival!
¡No se lo podía creer! ¡Qué veloz y atento era el maldito animal!
¿Qué podía hacer? La sed lo estaba matando y ésa era la única fuente de agua en kilómetros a la redonda. Desesperado, se le ocurrió rodear el lago para penetrar por un recodo oscuro. Cuando llegó al lugar, se arrastró hasta al agua y..., ¡pam!, ¡las mismas fauces frente a él! Estaba hundido. Nunca se había enfrentado a alguien tan territorial...
Pero el león tenía tanta sed que decidió jugársela. Se armó de coraje, corrió hasta llegar a la orilla y, sin pensarlo, metió la cabeza en el agua. Entonces fue cuando, como cuentan los ancianos pigmeos, ¡se hizo la magia!: su feroz rival había desaparecido para siempre.
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