Carlos abrió los ojos y la oscuridad lo inundó. No entendía cómo había llegado hasta ahí, lo único que sabía era que estaba solo, lejos de su casa y que el sol se había puesto hacía muchísimas horas. La oscuridad era tan espesa que apenas podía moverse. Esperó durante quién sabe, horas quizás, hasta que vio una luz que se iba haciendo más y más intensa.
Intentó gritar pero era inútil: las palabras quedaban atrapadas en su boca, en su lengua, en sus tímpanos… La luz, que era un enorme coche de colores llamativos y cristales polarizados, pasó justo por donde él estaba. Cerró los ojos, porque supo lo que sucedería. Cuando volvió a abrirlos, las luces rojas se alejaban y él seguía allí, de pie en una carretera fría y oscura.
Todavía aturdido comenzó a caminar hacia alguna parte. El miedo se había adherido a sus huesos y volvía más oscura la noche. Se tendió al costado del camino, donde ya no había asfalto; y entonces, el frío cesó y él se quedó dormido.
Al abrir los ojos, Carlos supo dónde estaba. El sol siempre nos recuerda de dónde venimos y hacia dónde no deseamos ir. Se puso de pie y caminó hacia su casa. No pudo entrar. Por mucho que se aferró y tiró del picaporte, la puerta no cedió. Y cuando su madre salió, vestida de negro y con los ojos llenos de lágrimas, tampoco lo vio; aunque Carlos tironéo de su ropa sin poder romperla e intentó abrazarla. Era como si no le importara que él estaba ahí, necesitándola.
Deambuló durante horas por la ciudad, perdido y absolutamente triste. Una vez confirmada su muerte, ya no había nada que pudiera hacer, creía. Se tendió bajó un árbol: no podía sentir nada, sólo el silbido del viento y las tonalidades del sol rozando el perfil de las hojas. Se quedó boca arriba, disfrutando de ese prisma maravilloso.
Entonces, un gatito amarillento y raquítico se le acercó. Tenía el aspecto de esos viajeros que pasan varias semanas sin comer y que aguantan, porque saben que aún quedan paisajes para ellos. Carlos lo tomó entre sus manos y comprobó, por primera vez después de ese largo día, que el pequeño animalito sí podía verlo y sentir sus caricias. Esta certeza iluminó su rostro y toda su vida.
Cuando la mamá de Carlos regresó esa tarde del entierro y se encontró en el umbral de su casa con un gatito diminuto temblando de frío, no lo dudó. Sacó un brillo de sus ojos, ya casi marchitos, tomó a la criatura entre sus brazos y entró con ella en la casa. A veces la muerte nos apalea, pero la vida siempre se resiste; hay algo que nos dice que se puede vivir más allá de la oscuridad.
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