Desperté en medio de la noche: las
cortinas danzaban con el viento, el aire estaba espeso y se escuchaba
una dulce melodía que venía de alguna parte. Mis ojos estaban abiertos
pero, a excepción de las cortinas, no podía ver nada.
Lo intenté con más ardor y pude ver que por la ventana entreabierta
pasaba un inmenso monstruo de forma etérea, que se fue introduciendo
lentamente en la habitación. La música dejó de sentirse nítida, y todo
el espacio se volvió como de nebulosa.
Me sentí como cuando mi madre me llevaba en brazos del salón a la
cama (siempre me ha resultado más sencillo dormirme en compañía);
alguien o algo me llevaba hacia alguna parte y no había nada que pudiera
hacer para evitarlo. Llegué a sentir que tenía la liviandad de un
fantasma y que mis extremidades se volvían totalmente flexibles.
Su respiración sobre mis pómulos, sus punzantes ojos sobre los míos,
su mano áspera apoyada en mi frente arrugada y atemorizada. Un miedo
terrible se apoderó de mí; el mundo entero confabulaba para hacerme
daño, para corromperme, para exterminarme. “No, estoy dormida”, me dije.
Sabía que no era verdad pero ¿cómo creer entonces que aquello estaba
sucediéndome realmente? Su aliento llego a rozar mis entrañas y me heló
profundamente.
Fue entonces cuando la luz se apoderó de mí y lo comprendí todo. Abrí
más los ojos, lo que había ante mí era un monstruo horrible, pero no
muy diferente a como yo me veía. Supe que la única forma de escapar de
esa situación era conocerlo plenamente y me introduje sin reparos en lo
más profundo de mi mente.
Cuando abrí los ojos el mediodía asolaba la alcoba. La ventana estaba
cerrada, las cortinas rígidas y la música se había terminado. En el
aire espeso revoloteó una mosca, y se alejó por una hendija de la
puerta. Afuera un sol radiante se manifestaba inalterable disipando las
pocas nubes que quedaban.
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