Ezra era un joven que vivía anticipándose a
las pérdidas. Se había pasado la mitad de su infancia deseando que ese
período no terminara, y el resto de su vida, añorando esos instantes de
belleza y libertad. Su hermano Amos era absolutamente diferente, lo
único que le importaba era el presente y vivía cada instante como si
fuera el último.
Entre Amos y Ezra había una extrema conexión; tal es así que cuando
eran pequeños solían incluso enfermar juntos. El primero en indisponerse
siempre era Ezra y a los pocos días su hermano aparecía a con los
exactos síntomas y era diagnosticado y tratado de la misma manera que
él. Amos culpaba a Ezra por enfermarse y pasarle su mal; sin embargo, no
había días que disfrutara más que aquéllos que transcurría encerrado
junto a su hermano.
El tiempo pasó y las circunstancias provocaron que entre los hermanos
se abriera un abismo. La muerte de los padres fue un detonante
importante de aquella separación ya que a Ezra le costó mucho aceptarla y
cada vez que se veían se echaba a llorar desconsoladamente como cuando
era niño. Amos decidió que no podía seguir viéndolo porque tarde o
temprano conseguiría que también él cayera en ese pozo oscuro del que
Ezra no mostraba indicios de querer salir. Además, Amos pensó que si
dejaba de ver a su hermano evitaría morir de joven, cosa a la que le
tenía muchísimo miedo. Estaba convencido de que por la forma de ser de
Ezra pronto enfermaría de algo grave y si él lo sabía, posiblemente
desarrollaría la misma dolencia. Y si de algo estaba seguro era de no
querer morir.
Amos no estaba tan equivocado; Ezra enfermó gravemente a los treinta
años y debió someterse a dos largos años de tratamiento y sufrimiento,
en la más absoluta soledad. Al regresar a su casa, el mismo día en el
que le habían dado el alta, encontró un mensaje en el contestador de su
teléfono: su hermano, Amos acababa de fallecer de la misma enfermedad
que él había vencido.
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