sábado, 1 de febrero de 2014

LA MANZANA Y LA ROSA.

Sucedió hace mucho tiempo la historia que ahora voy a contaros. En un lujoso palacio en un reino muy al norte vivía un noble. El palacio se encontraba en la falda de una montaña rodeado de bosques de abetos.

En invierno todo se cubría de un blanco manto de nieve y el silencio inundaba los bosques. El noble estaba casado con una mujer muy hermosa y los dos se querían mucho. Pasado un tiempo tuvieron el hijito que habían esperado con mucha ilusión. Pero al nacer el niño la madre enfermó, y aunque el esposo buscó los mejores médicos del reino, nadie pudo curarla.
Un día, a pesar de estar muy débil, la madre salió a dar un paseo por un bosquecillo de enebros cercano al palacio. Ese era el lugar preferido de la bella mujer y se sintió reconfortada al poder pasear por él de nuevo. Pero no se dio cuenta de que poco a poco iba alejándose demasiado del palacio. Comenzó a sentirse muy cansada y se sentó en un tronco caído para recuperar fuerzas.
Empezó a nevar lentamente y la mujer, a la que ya no le quedaban fuerzas para volver, se fue quedando dormida. A la mañana siguiente la encontraron muerta bajo un enebro.
 
Su esposo se sintió muy triste y durante días no quiso separase del cuerpo de su esposa. Al fin, halló consuelo enterrándola bajo un manzano que había en el jardín, y al que su amada esposa quería especialmente.
Desde entonces, cada primavera el manzano daba una manzana roja entre todas las demás manzanas amarillas. El esposo cogía aquella manzana y se la daba a su querido hijo. No permitía que nadie más comiese esa manzana roja. Le decía al muchacho:
- Cómetela hijo, es tu madre que te alimenta desde el cielo.
El reino entró en guerra con un país extranjero y el hijo del noble tuvo que ir a luchar para defender los territorios de su padre.
La noche antes de partir a la guerra cayó sobre todo el reino una gran nevada. El padre del valeroso joven salió al jardín con el corazón entristecido por la partida de su querido hijo. Entonces contempló asombrado el manzano. A pesar de estar en lo más crudo del invierno, una manzana colgaba de sus ramas desnudas, una manzana roja. Y al pie del manzano un rosal había florecido en la noche, luciendo una sola rosa roja.
El padre cogió la manzana y la rosa y las entregó a su hijo antes de partir a la guerra.
- Lleva contigo esta flor y esta manzana- dijo el noble a su hijo -si tus fuerzas desfallecen, come de esta manzana que tu madre te envía. Si tu corazón se siente solo y abandonado mira esta rosa que reconfortará tu alma, recordándote tu hogar y tus seres queridos.
El joven pasó mucho tiempo luchando lejos de su hogar. Fue tomado preso y llevado a través del mar a un lejano país. Lo habían despojado de su caballo, su espada, su escudo y sus vestiduras nobles. Sólo conservaba la manzana que llevaba en su bolsillo y la rosa que guardada en un pequeño libro sagrado que había pertenecido a su madre y que él siempre llevaba cerca de su corazón.
Cuando desembarcaron el muchacho fue vendido como esclavo en un mercado oriental. Como era joven y fuerte los encargados del palacio del rey lo compraron para que limpiara las caballerizas del palacio de su señor y cuidara de los caballos.
Durante meses el joven cuidó de los preciosos caballos del rey. Eran animales magníficos y el joven los atendía con esmero. El rey quiso saber quien cuidaba ahora de sus apreciados animales ya que desde que el joven estaba a su cuidado estos habían mejorado mucho. Se los veía más sanos y más contentos.
El joven fue presentado al rey, el cual se dio cuenta enseguida de que no tenía delante a un simple mozo, sino a alguien que había sido educado en familia noble. Hizo marchar a todos los demás sirvientes y, cuando estuvieron a solas, le preguntó al muchacho de dónde provenía y cuál era su origen.
El joven contó al rey toda su historia y este lo trató desde entonces como si fuera su propio hijo. El rey había tenido dos hijos gemelos: un niño y una niña. Poco después de nacer fueron raptados por una bruja malvada y nunca más volvió a saber de ellos. Se decía que la bruja vivía escondida en una cueva profunda en algún lugar de su extenso reino, pero el rey había mandado a buscarla durante años y nunca la habían encontrado. Ya se había resignado pensando que sus hijos habían muerto y ahora la presencia del joven le trajo un poco de consuelo.
Una mañana el joven, que ahora vivía en el palacio del rey, le dijo:
- En agradecimiento por el trato que me dais, quisiera salir en busca de vuestros hijos.
El rey le dijo con emoción:
- La mayor alegría para mi anciano corazón sería recuperar a mis hijos. Si los encuentras podrás reconocerlos por un lunar que tienen en su hombro derecho. Pero debes cuidarte de la bruja malvada pues no quiero perderte a ti también.
El joven salió en busca de los dos hermanos. Llevaba consigo, como siempre, la rosa cerca de su corazón y en su bolsillo la manzana del manzano de su madre, que a pesar del paso del tiempo se mantenía fresca como el primer día.
Durante meses recorrió todo el país. Preguntó en cada pueblo y aldea y entró en cada cueva de la que le hablaron. Pero todo fue en vano, no encontró ni rastro de la bruja o de los dos hermanos.
Llegó a los confines del reino, rodeado de desiertos. Agotado se detuvo a descansar en un oasis donde una tribu nómada estaba con su ganado. Compartieron con él agua y comida y le ofrecieron cobijarse en sus tiendas aquella noche. Cuando estaba junto al fuego con aquellas buenas gentes, el más anciano comenzó a contar una historia.
El anciano habló de una bruja llamada la “malmadre”. Se trataba de una mujer tan vieja que los antepasados del anciano ya habían escuchado hablar de ella. Vivía en una profunda cueva en el corazón de la tierra cuyas paredes eran de piedras preciosas. Pero lo que ella ambicionaba eran niños a los que obligaba a servirle y a buscar pepitas de oro en los ríos subterráneos. Almacenaba estas pepitas en sacos y se decía que había cientos de ellos por toda la cueva.
El joven preguntó al anciano si sabía donde se encontraba la gruta de la bruja y el viejo le señaló, temeroso, unos escarpados montes que se encontraban a lo lejos. El muchacho agradeció la hospitalidad de aquellas gentes y la historia que le había contado el anciano, y en la mañana partió rumbo a las montañas.
Después de andar durante un día entero llegó al pie de los elevados riscos y comenzó a subir. Cuanto más ascendía peor olía. Era un penetrante olor a azufre que hacía el aire irrespirable.
El joven se sentía abatido y se sentó en una roca para recuperar el aliento. Entonces tocó junto a su pecho el pequeño libro que contenía la rosa. Al contemplarla sintió de nuevo fuerzas para seguir adelante.
Cuando llegó a la entrada de la cueva tapó su rostro con un pañuelo para poder respirar y avanzó despacio. Al llegar al interior vio a la bruja. Su rostro estaba iluminado por las llamas de la hoguera que había en el centro. Tenía un rostro surcado por arrugas centenarias y todo su cuerpo estaba encorvado.
La vieja bruja estaba rodeada por doce jóvenes sentados alrededor del fuego que permanecían con los ojos cerrados como si estuvieran dormidos. Al ver al joven lo miró con una mirada que hubiera helado la sangre a cualquiera, pero entonces el muchacho cogiendo la flor que guardaba cerca de su corazón se la lanzó a la anciana.
Cuando la rosa rozó a la bruja esta cayó al fuego, desvaneciéndose como si fuera de humo. Los jóvenes despertaron al momento, pero no tenían fuerzas para moverse y poder salir al mundo exterior. El joven cogió la manzana roja y fue dando un pequeño mordisco a cada uno de ellos, comiendo también él un poco. De esta forma todos recuperaron las fuerzas.
Cada uno de los jóvenes cogió un saquito de pepitas de oro y salieron de la cueva para no volver jamás. El valiente muchacho reconoció a los hijos del rey por el lunar que tenían en el hombro derecho. Les dijo que eran los hijos del monarca y que su padre les estaba esperando con los brazos abiertos.
La hija del rey era muy hermosa y el joven se enamoró de ella desde el primer momento en que la vio. Al llegar al palacio el padre sintió una gran alegría al recuperar a sus hijos y concedió la mano de su hija al joven extranjero, al que ya quería como a su propio hijo.
Después de la boda el rey les regaló un barco cargado de riquezas con el que regresaron al país del joven. Su padre les recibió con gran alegría y ellos vivieron felices para siempre.

María Jezabel Pastor

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