Foto: Dominio Publico


En el tiempo de los combates entre reinos, el hijo del cielo no era más que el título de emperador. China estaba entregada completamente a los señores de la guerra que luchaban incansablemente por los despojos del imperio. El rey de Wu decidió conquistar el reino de Shu, cuyo ejército era, según varios informes, menos numeroso y peor equipado que el suyo. Durante los preparativos, sus espías le indicaron que otro rey vecino desplegaba tropas cerca de la frontera, esperando sin duda que el ejército de Wu dejara el reino para invadirlo. El rey no quiso escuchar y persistió en su plan de conquista. Sus ministros estaban muy preocupados. Uno de ellos tuvo la audacia de hablar abiertamente sobre sus temores y fue revocado en el acto.
En ese momento, Chuang Tzu se paseaba con sus discípulos en el reino de Wu. El dignatario depuesto lo visitó para pedirle que intercediera ante el Rey antes de que el país se ofreciera en sacrificio al dragón de la guerra. El sabio se comprometió a intentarlo.   
Unos días más tarde, Chuang-tzu irrumpió en el salón del trono, sin afeitar, sus manos atadas, prisionero de un hombre tosco que vestía el uniforme ¡de los guardabosques reales! El rey de Wu, en el colmo de la indignación (porque reconoció al sabio venerable que había ido varias veces a visitar) de inmediato pidió que se desatara las manos del prisionero. Reprendió al guardabosques por la inconsecuencia y de inmediato hizo que renunciara al cargo. Sin embargo, él se inclinó varias veces y se defendió diciendo que había sorprendido al hombre llamado Chuang-tzu a punto de cazar furtivamente en el parque real del oeste. Expuso el objeto del delito: un arco que había arrebatado de las manos del delincuente. El rey, perplejo, se volvió hacia el viejo maestro y le preguntó qué significaba eso.
Chuang-tzu se acarició la blanca barba y respondió:
– Bueno, señor, tuve una extraña aventura. Yo estaba de caza en la pradera que bordea el parque de su Majestad, con la firme intención de no cruzar los límites, habiendo visto los postes donde está tallado su sello. Caminaba entre la hierba alta, observando el vuelo de una presa, cuando de repente, el ala de una urraca rozó mi sombrero. Aterrizó en el borde de vuestro parque. Me dije que era increíble como había rozado sin verme y ahora estaba a mi merced ¡a tiro de ballesta de mi arco! Intrigado, me acerqué al pájaro para averiguar que le había hecho olvidar toda cautela. Saltó un poco en la maleza, lo seguí y se detuvo de repente como si fuera a saltar sobre su presa. Avancé aún sin que la urraca se diera cuenta y vi que estaba esperando que una mantis religiosa, escondida detrás de una hoja, capturara una cigarra y ¡comer los dos insectos a la vez! Por aprovechar esta doble ración, no había visto al cazador detrás de ella. Me hice la siguiente reflexión: así es la naturaleza animal; cegados por su apetito, los animales olvidan protegerse del peligro. Es así que su guardabosques me sorprendió y me detuvo, ¡como a un vulgar cazador furtivo! Y reflexioné: así es la naturaleza humana; cautivado por el mundo exterior, ¡el hombre olvida de protegerse a sí mismo!
Y el rey de Wu entendió la lección. Abandonó su plan de invasión, escapando así a la trampa que habían urdido sus vecinos.