Un hombre viejo,
rico y avaro, prestaba dinero a intereses usurarios; no dejaba pasar un día sin
que fuera a recaudar sus intereses. Pero estas cotidianas salidas lo cansaban
sobremanera. Compró un asno y lo cuidaba tanto que sólo lo montaba cuando se
sentía verdaderamente extenuado. En realidad, el hombre, cuando mucho, montaba
su asno unas quince veces al año.
En un día de mucho calor y teniendo
que hacer un largo trayecto, el usurero resolvió llevar consigo al asno. En
mitad del camino, el viejo, jadeante, decidió montarlo. Después de dos o tres li de camino, el asno que no estaba
acostumbrado a cargar un jinete, empezó a jadear a su vez. Su amo, enloquecido,
se apresuró a bajarse y le sacó la albarda. El asno pensó que ya no necesitaban
sus servicios, dio media vuelta y tomó el camino de regreso. El anciano le
gritaba que volviera, pero el asno continuó trotando sin volverse. Dividido
entre el temor de perder a su asno y el de perder su albarda, el viejo tomó el
camino de regreso cargando la albarda en sus espaldas. Una vez llegado a su
casa, sus primeras palabras fueron para preguntar si el asno había regresado.
- Claro que sí – contestó su hijo.
El anciano tuvo una gran alegría, pero
después de desembarazarse de la albarda empezó a sentir el calor y la fatiga,
tuvo que acostarse y estuvo un mes enfermo.
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