Un habitante de Linjiang capturó una vez a un cervatillo y decidió criarlo.
Apenas franqueó el umbral de su casa lo recibieron sus perros relamiéndose y
moviendo la cola. El hombre, furioso, los echó, pero la suerte que sus perros
reservaban al cervatillo fue un motivo de preocupación para él. Desde entonces,
cada día presentaba el cervatillo a los perros; lo llevaba en sus brazos,
demostrándoles con eso a sus perros que debían dejarlo en paz. Poco a poco, el
cervatillo empezó a jugar con los perros, quienes, obedeciendo a la voluntad de
su amo, fraternizaron con él.
El cervatillo creció y, olvidando que
era un ciervo, creyó que los perros eran sus mejores amigos. Jugaban juntos y
vivían en una intimidad cada vez mayor.
Pasaron tres años. El cervatillo, ya
convertido en ciervo, vio un buen día en la calle a una manada de perros
desconocidos. Salió inmediatamente para divertirse con ellos, pero éstos lo
vieron llegar con una mezcla de alegría y de furor. Lo destrozaron y se lo
comieron. Mientras expiraba, el joven ciervo se preguntaba aún por qué moría
tan prematuramente.
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